Óscar Veiman Mejía
LA PATRIA | Manizales
Por fin llegó el amanecer en la isla de Providencia. El huracán Iota dejó testimonio de su fuerza destructora. El topógrafo Germán Urrea, muy sigiloso, tuvo ánimo de salir del baño, el viento era menos fuerte. Corroboró: “Era un animal de piedra”, así se refirió a la roca que cayó sobre el closet en la noche en el hotel donde se hospedó con sus compañeros. Es como si el alojamiento hubiese sido bombardeado. El árbol se cayó y tumbó dos piezas. El único cuarto con las cuatro paredes era el suyo, los otros perdieron muros, puertas, ventanas. La sala desapareció y volaron nevera, estufa, mesas. Los ojos del agrimensor buscaron ansiosos la calle. Miró al frente y alrededor. Sacó un balance en segundos: La mayoría de casas sin techo y con ventanas sin vidrios. A lo lejos se veía volcado el carrito de golf que alquilaron para trabajar. “Vi árboles caídos, postes en el suelo y las cuerdas de electricidad ya no existían. Era como si hubieran barrido todo”.
Ahora se enfrentaban al reto de cómo bajar del segundo piso. La escala desapareció. Y descender tenía riesgos como caerse, pues el viento aún tenía la fuerza para empujar un cuerpo humano. Entonces, Germán empezó a dirigir la ubicación de tablones para construir una rampa. En pantaloneta desafiaban obligados los chaparrones y tenían cuidado especial de evitar los puntillones que asomaban por todos lados. “Solo un roce y El topógrafo Germán Urrea, en dos tragedias separadas por 35 años Q’HUBO presenta la última de las cuatro series de un hombre que vivió de cerca tragedias que marcaron a millones de colombianos. Hoy relata el final de lo que padeció en una noche con el huracán Iota, cuando este destruyó la isla de Providencia, el cuarot donde dormía con sus compañeros. ¿Cómo logró salvar su vida? ¿Cómo pasó noches sin luz, sin agua y sin comida? ¿Cómo salió de la isla, donde además también llegaba el temible coronavirus? Sobrevivió a un volcán y a un huracán nos puede dar tétano”, era la advertencia. Empezaron a ver hombres que bajaban y subían. Llevaban televisores, aspiradoras, aparatos de aire acondicionado, víveres, cervezas, ropa, neveras. El saqueo también madrugó. Es más, hubo quienes robaron carretillas para cargar por bultos mercancía hurtada de pequeños almacenes y tiendas. “Veía a la Policía sin poder hacer algo”. Sin embargo, la indignación llegó cuando, asegura, vio a agentes con las mismas actuaciones de la gente. Le revivió el episodio del restaurante en el Nevado con los soldados.
Refugio
Con los tablones cuñados uno del otro en lo que quedaba del hotel, lograron llegar a tierra firme, al primer piso, del cual habían desaparecido dos cuartos. Germán hizo un paneo para tratar de aclarar el panorama de tres sobrevivientes de la noche de terror en Providencia. “Espérenme aquí. Voy a ver si en esa casa nos dan posada”. El primer intento fue fallido. No había campo en una vivienda sin techo y sin vidrios, al frente del hotel. El agua seguía escurriendo por paredes y por lo que quedaba de las cubiertas de las viviendas de madera. “Aquí ya somos 10, si son capaces de acomodarse”, les dijo el señor de otra casa, también averiada. Germán suplicaba algún rincón para pasar la noche del lunes. “Vénganse para acá, no les puedo decir que no”. Y entraron a su hogar provisional. Una pregunta: ¿Qué habían comido? “Nunca hablamos de hambre, solo se rezaba”, responde Germán.
La medida del agua en el sitio asignado llegaba hasta los cinco centímetros. Los trípodes sirvieron para colgar las pertenencias. Edison y Miguel consiguieron sillas Rimax para los tres. Un rato sentados y otros parados, siempre esquivando goteras, así sería la segunda noche de martirio en la isla, a miles de kilómetros del cómodo apartamento de Germán en Bogotá. Con t r a p e r o e n mano achicaron el agua. Llegó la temida oscuridad y con una linterna alumbraban el sitio por instantes para ahorrar pilas. Estaban inquietos, dormir era imposible. La frase le salió a Germán cuando vio en el reloj que apenas eran las 3:00 de la mañana, de nuevo con lluvia, aunque sintió como si hubieran pasado siglos. ¿Qué estaremos pagando?
En ruinas
A las 4:00 emitió otra exclamación: ¡No aguantó más!. ¿Para dónde va?, le interrogaron sus amigos. Salió a caminar en un recorrido, en cuyo final terminaría bañado en lágrimas. Se dirigió a la Policía en busca de ayuda. Empezó a subir despacio ante tanta oscuridad y obstáculo, el chorro de luz de su linterna le permitía ver los postes y árboles caídos sobre las callejuelas. Encontró a los policías sentados en la plaza, contemplando la estación en ruinas. Una furgoneta estaba patas arriba. ¿Cómo les va?. “Ahí lo puede ver, no tenemos nada”, le contestaron. Miró hacia el hospital y vio tabla sobre tabla y el piso entapetado en vidrios. La oficina del alcalde, en el cuarto piso de la Administración municipal, era a la vez un agradable mirador con panorámica de 360 grados. Nada quedó de ella. Tomó una bajada cuando ya aclaraba el día. Se cruzaba con los saqueadores, que en los almacenes rompían los pocos vidrios que resistieron el huracán. Llegó a la bifurcación que por un canal natural conduce hacia Santa Catalina y por el otro hacia Pueblo Viejo. Del busto del general Santander solo quedó el pedestal. Un yate y otras lanchas terminaron en las calles, arrancadas del puerto por el ventarrón y el oleaje. El puente de los Enamorados pasó esa noche a ser recuerdo de historias de amores. Ya no pudo avanzar más por los vidrios y las latas. Regresó, ya de día, donde sus amigos. Les relató cada escena, acompañada de un “gracias a Dios estamos vivos”. Su relato quedó interrumpido por el llanto al reflexionar sobre los abuelos. “Tengo 73 años y aquí me veo joven, es un pueblo de viejitos, de 80 para arriba. Ahora cómo van a hacer si lo perdieron todo”.
Reconocidos
Ese martes decidieron que saldrían de a dos para que uno cuidara las cosas. El estómago les recordó que llevaban casi dos días sin probar alimento. El día que llegaron a Providencia averiguaron los precios de las comidas. Las cuentas que hicieron los pusieron a buscar opciones rápidamente. Un almuerzo tipo ejecutivo, por ejemplo, valía $25.000. En Bogotá, compararon, el más caro cuesta $12.000 y también hay de $8.000 y $9.000. Entonces Germán les entregó $150.000 a los administradores del hotel para que compraran mercado y cocinaran por todos. Trajeron huevos, yuca, plátanos, polo, carne. La misión, luego del huracán, era encontrar la nevera para rescatar algo. Edison y Miguel la hallaron entre los escombros y lograron salvar el pollo. La mujer del dueño de la casa preparó comida para todos los refugiados.
El drama ya corría por el país. En Bogotá los familiares nada sabían de ellos, las telecomunicaciones se fueron como todo lo de Providencia. Esa tarde el presidente de Colombia, Iván Duque, sobrevoló la zona y aterrizó en la isla en un avión Hércules de la FAC. Germán le alcanzó a gritar: “Presidente, somos forasteros, sáquennos de aquí”. Entendieron que el mandatario habló de un plan de evacuación y que debían acercarse al aeropuerto para recogerlos.
Lo bueno de la visita para Germán es que un camarógrafo, al que identificó como de la Presidencia, efectuó unos paneos por puntos del desastre. Ese día, en televisión reprodujeron las imágenes. Un hijo de Germán lo reconoció en un noticiero y por whatsapp alertó a su hermano:
- “Mire el video minuto 2:14. Puede ser mi papi”. El diálogo emocionado continuó. En la pantalla congelada y borrosa se veía a un hombre de lado. El hermano le respondió: “Sí es”. Él complementó: “¿Cierto que sí? Tiene las crocs, la gorra, además ese es el parado de él... el hotel estaba en ese sector...”. Dos hombres acompañan el encuadre televisivo con un fondo lleno de escombros.
- El otro hermano: “Se nota que los dos que están de frente no son ni turistas ni isleños”.
- Y un rasgo más para confirmar y dar tranquilidad: “Lo mismo pensé, además cómo gira, así voltea a mirar”. Era la prueba de supervivencia. La lucha por el regreso sería el siguiente paso.
Germán previó que al otro día debían estar lo más temprano posible en el aeropuerto El Embrujo. A las 4:00 de la mañana del miércoles caminaban en la oscuridad arrastrando una carreta con sus pertenencias, incluidos los equipos de topografía. A las 5:30 estimó que unas 30 personas esperaban el primer filtro que consistía en tener la suerte de quedar en lista y ser tenido en cuenta para los vuelos a San Andrés. Las súplicas eran ante un coronel que determinaba quién sí. “Quedamos entre los primeros de la fila, pero como no había control entraba gente por todos lados. Les daban prioridad a los niños, ancianos y enfermos. El presidente volvió. “Reprochamos: En vez de venir con tanta gente, debería abrirnos espacio en el vuelo de regreso”.
Cada vez había más personas en busca de un cupo. Germán cree que eran unas 300. Comenta que subían niños de cinco años con el acudiente, pero que en realidad aparecían hasta cinco adultos que decían ser familiares o responsables del menor y así copaban rápido los vuelos, además con los que tenían palanca con alguien de la logística. “Coronel, yo quedé en los primeros de la lista”. El oficial lo miró y le preguntó: “¿Cuál lista?, yo no tengo listas”. Entonces recurrió a sus últimas cartas. Un día antes descubrió que tenía la espinilla en carne viva. La mostró al coronel, junto con otros argumentos: Soy de la tercera edad, sufro de tensión alta, me siento mal, llevo tres días sin comida y dormida. Mis compañeros están en las mismas, le dijo. “Viaja solo. Hay gente en peor estado que sus amigos”, replicó el oficial. Sus amigos tendrían que pasar la noche en el aeropuerto para intentar ganar un puesto al otro día. Cuando estaba en la plataforma un auxiliar le entregó salchichas, galletas y agua para los compañeros.
El retorno
El vuelo tardó 20 minutos. De nuevo estaba en San Andrés. En el hotel se dio un baño e intentó descansar. Sin embargo, rápido se dio cuenta de que el silbido monstruoso del huracán, el de las latas chocando con todo y el de los vidrios molidos en la calle y las horas en un segundo piso amenazado por una destrucción serían su pesadilla cada noche siguiente. “No descansé, no concilié el sueño”.
El jueves, aún tensionado y con la mente en sus amigos, salió a conseguir vuelo para Bogotá. Ellos llegaron a las 11:00 de la mañana en el tercer vuelo de rescate. De inmediato se bañaron y descansaron. Al día siguiente, a las 4:00 de la tarde, abordó el avión para Bogotá. Su familia lo esperaba ansiosa. Del aeropuerto Eldorado salió rumbo a su vivienda. El riesgo ya estaba lejos. Ocurrió que una noticia sobre Providencia lo alertó, había aumento de la covid-19 en Providencia. Hizo cuentas: Estuvo dos noches en una casa-refugio con 10 personas, en el aeropuerto había cerca de 300 damnificados, en el helicóptero viajó cara a cara con otros, más los pasajeros del avión. Su decisión: aislarse.
Desde entonces, está en cuarentena su apartamento del barrio Nicolás de Federmán. “Prefiero asegurarme de estar bien y no contagiar a nadie”. Poco a poco recobra la calma. Sin embargo, el bramido de animal del Huracán, como él lo describe, lo lleva de nuevo a todo lo relatado en esta historia y en un momento determinado lo enlazan con la nube rojiza por la explosión del volcán. Él es un hombre dos veces sobreviviente.
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