Jorge Abel Carmona Morales*
Ya Bergman había tomado la decisión de abandonar el cine cuando hace esta película para televisión. Después del ensayo. Es el año 1984. Como siempre, aunque al caer los años, su necesidad de recordar se hace más grande, su afán de rendirle un tributo al tiempo acrecentó la nostalgia que se trasluce en muchas de sus obras, especialmente en las que ya se encuentra más maduro, en donde, el teatro y el cine se habían fundido con más fuerza. Y es una obra de uno de sus autores favoritos, el enigmático August Strinberg, que le da pie para saciar su obsesión de actualizar el pasado con: El sueño.
Es precisamente, luego de un ensayo para montar por quinta vez la obra del referente sueco, este trabajo quien convoca la presencia de una joven de 23 años, hija de una de sus amantes en las tablas. Su nombre es Anna (interpretada por Lena Olin). Ella tiene como excusa la búsqueda de una pulsera extraviada. Atrás se observan en un plano entero, un viejo sillón donde seguramente ha esperado lo más novedoso de su vida, pero también es un símbolo de la personalidad observante, que contempla la vida como se va llevando los años de juventud que han pasado sin apenas darse cuenta; también un muro de ladrillo, unas luces de escenografía, unas sillas y abajo, unas tablas delgadas. La muchacha le habla al director de su trabajo, diserta con naturalidad, pero con astucia, de todas sus impresiones acerca del trabajo individual y en conjunto.
Entre los dos existe una conexión amorosa que ha fluido por el cable del trabajo en teatro. Las miradas de ambos a veces se ponen en planos iguales o cada uno mira de modo distinto, él hacia el frente y ella de costado a la cámara, típico de las películas bergmanianas. Sus mundos se han cruzado por un asunto profesional, pero el tiempo y la experiencia se han vuelto factores contrapuestos, de rumbos distintos. Lo que muestra el director, aparte de los contrastes de rostros y posturas, es la interposición de otras personas que obran en la vida de quienes se encuentran presentes en el recinto. Rakel, la madre de la muchacha es un fantasma que se atraviesa en las horas del dramaturgo hasta el punto de decirle, cuando aparece esta, “pienso en ti todos los días”. En tanto el director habla con esa mujer envejecida, surgen los reproches de amores no correspondidos, de afectos frustrados por las circunstancias, por la distancia que da el trabajo y los roles diversos que cada parte de una obra surte en el teatro. Es por eso que el trato que Henrik otorga a Rakel es un punto de vista sobre las mujeres que sólo la mirada siempre aguda de Bergman es capaz de mostrar.
La obsesión por el cuerpo y la insatisfacción que produce la represión de los sentimientos juegan en contra de los hombres y quizás es su mayor debilidad. En eso las mujeres tienen una notable superioridad espiritual sobre aquellos. Henrik sabe de su superioridad de rol, en cuanto puede controlar, potencia y hace que las actrices se muestren lo más naturales posibles. Se hace notoria la rivalidad entre el director y las actrices, tanto de la hija como de la madre que pasan a formar un arquetipo contra el cual hay que entablar una lucha a muerte para no decaer espiritualmente. En esa medida la rivalidad surge por el complemento necesario entre hombres y mujeres como parte de las relaciones inevitables por la marcha de la sociedad.
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Erland Josephson y Lena Olin junto a Ingmar Bergman durante el rodaje de “Después del ensayo”.
En últimas, Bergman no puede zafarse de la insociabilidad que entraña el trabajo en teatro y los afectos personales que motivaron el curso de su vida. Henrik es Bergman, Bergman es Henrik. En la película queda claro que las obras de teatro son ilusiones igual que los filmes que realizó durante su larga trayectoria en el cine. Y la farsa se hace necesaria para no desfallecer porque sin ella se corre el riesgo de entrar definitivamente en los predios de la locura y tal vez un poco más allá, en la nada de la muerte.
Y como parte de ese trabajo vital que ha vibrado entre las paredes y unas tablas de teatro, el director sueco, le rinde un bello homenaje a esos seres tan especiales que constituyen los actores; es por ellos que la obra tiene sentido y sin ellos, la vida de un dramaturgo no vale nada. Hay que reconocer el carácter de un artista humilde que, pese a sus logros profesionales, no se ve sin esos seres que lo acompañado toda la vida, que adornaron sus obras tanto en las tablas como detrás de la pantalla, de un tinte edulcorado. Lo que expresa es simplemente amor. Desde sus actrices, con las cuales es sabido, sostuvo relaciones de pareja, tal es el caso de Harriet Andersson y Liv Ullmann (documentadas en Liv e Ingmar de Dheeraj Akolkar), hasta sus actores, como Gunnar Bjönstarnd, Max von Sidow y Erland Josephson, la vida del director sueco no puede desligarse de sus relaciones con los actores que trabajaron a su lado. Al punto que siempre estuvieron allí, como una pequeña hermandad de genios cada uno sabedor de su talento, pero también de sus carencias que pudieron zanjar al lado del maestro.
A propósito, este último es quien interpreta a Henrik, el dramaturgo apresado por la nostalgia de verse cogido por los recuerdos sin camino de retorno. Consciente de su superioridad intelectual, le brinda consejos a esta muchacha que se le insinúa, que como estratagema le miente sobre un posible embarazo y aborto que pudieran torpedear su actuación en esta obra “la obra de su vida”, le dice a ella. Pero la relación de la joven con su esposo el asistente sólo es una relación protocolaria, lo que ella ansía es entregarse a los brazos de aquel anciano sabio, que la ha escogido para el papel. Sabe que a su lado puede seguir aprendiendo, que su talento es un sucedáneo del tiempo con él. Henrik le dice lo que ella quiere escuchar, pero sin la convicción respaldada por sentimientos verdaderos. En un momento de la película, la joven aparece como una niña de 12 años, mientras su madre habla con el director. Ese fantasma que habita en su cabeza pero que coexiste con las cosas, le ha brindado un apuntalamiento para no desfallecer víctima de la nostalgia. Y aquí surge la figura de la majestuosa Ingrid Thulin, una de las mejores actrices que ha dado la historia del cine, con su entrega plena, a sus 65 años, mostrando sus pechos a un lascivo anciano que la amó en cuerpo y alma y que lo espera sobria, luego de haber muerto alcoholizada, entre recuerdos y lamentos por su cuerpo que se apaga.
La creatividad artística de Bergman descree de los efectos tecnológicos para brindarle un poco de crédito a la naturalidad del arte. Su flashback sorprende por su efectividad. La niña estática que aparece en el fondo de la escena, delante de la cual, Henrik y la madre de Anna, discuten, es otro fantasma, pero es apenas un espectro del presente que se ha detenido porque los recuerdos son más verdaderos en el presente que en el pasado. Bergman, o sea Henrik, se ha camuflado entre las cosas, los fantasmas caminan con él. Su miedo a que lo hieran ha sido conjurado por la fusión óntica que le ha permitido lograr el teatro. El director es una cosa, los actores son cosas, las sillas son objetos que han tenido la maravillosa idea de serlo para hacer parte de una obra. El carácter riguroso del director sueco con su trabajo, ha sido plasmado en cada una de las cosas que conforman la decoración de una obra de teatro.
Después del ensayo es otra de las grandilocuentes disertaciones de Bergman que ha utilizado a los actores como traductores de su vida. Lo que ellos dicen en sus obras, es la construcción de una biografía edificada en el arte audiovisual.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. Universidad de Caldas.
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