Entre las formas contemporáneas del infierno están los grupos de Whatsapp, la grabación que repite “su llamada es muy importante para nosotros” y las asambleas de copropietarios.
Cada vez que llega la citación para la asamblea pienso que la democracia en general es muy buena, pero para el caso concreto de mi edificio preferiría una dictadura. Todo con tal de evitar esa cita.
Habiendo tanto para leer o para ver en Netflix, me duele dedicar 4 horas a la pintura de la fachada, las cuotas que desde hace un año debe el del 501, las quejas de la del 302 por la fumadera de marihuana del 203, los chismes sobre la aseadora o los porteros y la discusión sobre si recogemos cuota extraordinaria para impermeabilizar la cubierta. Entonces alguien opina que eso para qué, y otro verifica si sí pidieron tres cotizaciones, una cuestiona por qué tan caro, y otro más exige que le cobren esa obra al seguro porque hace tres años impermeabilizamos y entonces debemos reclamar la garantía. ¡Ay!
Dos planchas se pelean (literalmente) integrar el consejo de administración. Otro año la elección tuvo que ser por balota porque nadie quería estar.
Al menos aprobamos los estados financieros. Hubo aplausos.
Conozco casos peores: en un conjunto de 12 bloques la asamblea es un domingo de 8 a 6 p.m. La administración encarga pollo frito para el almuerzo de todos.
Hay, por supuesto, asambleas cortas en las que la gente logra consensos, habla lo indispensable y termina rápido. Pero cuando los vecinos se detestan, hay polarizaciones, desconfianzas, opiniones desde la ignorancia e interminables debates inanes, la convivencia en el vecindario es copia idéntica de un país en similares condiciones: una pesadilla.
La democracia vista así, tan de cerquita, evidencia que el problema somos nosotros.
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