Al lado del sitio en el que vivo hay un pequeño ecosistema lleno de vida. Había escuchado el trinar de los pájaros y el movimiento de los árboles, pero solo hasta este encierro me puse a estudiarlo. A espiarlo como James Stewart en La ventana indiscreta (1954).
Hay arboloco, camargo, guamo, guayabo; algunos papayos, yarumos y en el medio un arrayán. Seguramente hay más especies de plantas, pero esas son las que pude identificar con ayuda del Manual de silvicultura urbana para Manizales (2014). Un bosque habitado y visitado por colibríes de diferentes variedades, colores y tamaños; torcazas, barranqueros, copetones, pirangas, gallinazos, garzas, mirlas, azulejos, tórtolas, tángaras… y uno que vine a saber que se llama asoma candela, gracias al libro Alas en el alma, Pájaros de Manizales (2011). También hay una bandada de coquitos que, después de las 5:00 pm, cruza por mi ventana quién sabe con qué rumbo.
Y habrá más aves e insectos. Reptiles, artrópodos, moluscos gasterópodos y demás bichos. Nidos, hormigueros y panales. Pero lo que más entretenido me tiene es una ardilla colorada.
Una Notosciurus granatensis, me aclara la tuitera @Beta_vulgariss, quien es bióloga y ornitóloga.
La ardilla es muy activa en las tardes. La veo saltar del arrayán a un yarumo - alto y despoblado -, correr por su tronco y ramas buscando sus frutos, para luego regresar y perderse entre el follaje. El otro día, que lloviznó, se quedó en uno de los brazos del árbol frotándose la cara. Parecía duchándose. Cuando hay muchos pájaros, se oculta detrás de unas bromelias que crecen aferradas al palo. Es energía en medio de toda esta quietud humana.
Me hice a unos binoculares para observar, desde mi ventana, toda esta vida. Para seguir a la ardilla, ver sus rutinas, su dieta e inventarle una historia. ¿Tendrá familia? ¿Vivirá en una madriguera o en el hueco del tronco del arrayán? ¿Estará más tranquila ahora con todos sus vecinos humanos guardados? ¿Sabrá qué es un coronavirus? ¿Habrá un virus igual para su especie?
La sigo, dedicada a sus actividades de subir y bajar buscando el alimento diario. En lo suyo. No se mosquea cuando una mirla desocupa un nido ajeno. O cuando unos azulejos se cortejan (o pelean) por encima de ella. Ni siquiera cuando un enorme gallinazo se posa por un momento en lo más alto del yarumo antes de seguir planeando. Entonces veo en ese pequeño ecosistema el reflejo de Colombia.
La mirla son los bancos o los arrendatarios desalojando a otras aves de su nido que no pueden cumplir la cuota. No es crueldad, es su naturaleza. Y la ardilla es ese 47,7% de colombianos que, según el Dane, son trabajadores informales y salen a rebuscársela todos los días. Llueva o haga sol. No importa si una enorme sombra negra como la muerte acecha sobre ellos o la frivolidad colorida revolotea a su alrededor.
No sé que sucederá con la ardilla cuando el yarumo deje de dar frutos. ¿Se irá? ¿Tendrá suficiente alimento almacenado en su hogar? ¿Habrá un gobierno sciurus que le lleve mercado y le garantice vivienda en casos de crisis?
En una arrebato de solidaridad con la ardilla, tomé un par de bananos que se estaban pasando de maduros y un trozo de pan duro que tenía en la cocina y los lancé desde mi balcón lo más cerca que pude al arrayán. Entonces me dio vergüenza. En ese momento fui Luis Carlos Sarmiento Angulo. Fui Mark Zuckerberg y esos magnates que, ante la crisis mundial por el Covid-19, nos arrojan -en actos de falso altruismo- lo que les sobra. Personajes que, antes de la pandemia, ni se preocupaban por lo que sucediera en su entorno. Como yo con ese pequeño pedazo de bosque.
Lo más probable es que mis donaciones se pierdan en el rastrojo que hay en la base de los árboles. Allí donde están las ratas, lagartos y alimañas que permanecen cerca de las raíces que sostienen esa bella y activa biodiversidad de las que les he escrito. La ardilla ni se enterará de mi “ayuda” y seguirá en lo suyo. Activa e invisible para muchos.
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