El surgimiento de las redes sociales puso en entredicho la supervivencia de la prensa, en especial la escrita. Con la posibilidad de convertirse en parte de la noticia, el público dejó de ser pasivo, porque no solo pudo dialogar (interactuar, lo llaman hoy) con el periodista, sino dar su versión.
Lo que en principio se vislumbraba como una apertura beneficiosa para las partes, pronto se pervirtió al comprobarse que mientras a medios y periodistas se exigen ética y responsabilidad en el manejo de la información, los usuarios de las redes están amparados por el derecho constitucional a la libre expresión, sin límites perceptibles. En la práctica, tienen el derecho pero no el deber.
Preocupa el creciente número de quienes usan las redes como inodoros públicos donde soltar sus excrecencias espirituales, por no tener nada más que ofrecer. Parapetados detrás de seudónimos, disparan a quemarropa contra todo lo bueno que pueda haber, socavando los fundamentos de la sociedad.
Aplaudidos por muchos, se constituyeron en influenciadores. (Por un respeto que la mayor parte de ellos no tiene, pero lo exige, se les debe decir ‘influencers’, en inglés). Casi siempre son jovenzuelos vacíos de humanidad: fufurufas desvergonzadas o gamberros con alias de cosquillero se refocilan al inducir la comisión de estupideces, atrocidades, crímenes y hasta suicidios. Desgraciadamente, encuentran amplio eco en una masa enorme y amorfa, casi carente de voluntad personal, la cual les otorga patente de corso para dictar el quehacer colectivo, siempre hacia lo peor.
Algunos medios de comunicación abrieron sus puertas a ‘youtubers’ titulados, quienes como periodistas son incapaces de distinguir el bien del mal y han inducido a esos medios a renunciar su papel de guardianes del bienestar social y se limitan a reproducir ‘tendencias’. Casi siempre, estas son modas banales y efímeras, que tan pronto aparecen como desaparecen, siendo sustituidas por otras intrascendencias.
En el fondo, la tendencia es una manipulación directa, una orden perentoria que releva de pensar y decidir a quien la atiende. Por ejemplo, anuncios como: “Todos los colombianos están desesperados por conseguir…” tal o cual inutilidad. ¿Cómo supieron que TODOS están así o siquiera saben de la existencia del adminículo? El propósito es crear la necesidad por imitación.
O titulares como: “Las diez películas que tienes que ver”, a los cuales son adictos en un periódico capitalino, en otro tiempo respetable. ¿A cuenta de qué se TIENE que ver determinado filme? ¿Porque un cualquiera dijo? Antes de obedecer, debe pensarse que la lista salió de un gusto personal, en el mejor de los casos. En el peor, le ‘untaron la mano’.
También es común que cualquier influenciador de irreductible ignorancia, por equivocación escuche los lastimeros baliditos de un ‘tenorino’ italiano invidente. Asombrado, porque hasta entonces había oído solo a Maluma, el Charrito Negro o sus congéneres y creía que ‘eso’ es música, proclama a grito herido: “¡El mejor cantante de la historia!”, y los bobarrones creen. Aun cuando pudiera establecerse tal imposible escalafón artístico, la afirmación solo sería parcialmente creíble si el pregonero los hubiera escuchado a todos, incluidos los anteriores a la fonografía, de los cuales no quedaron registros vocales. Otra inclinación particular presentada como gusto colectivo, que castra voluntades, porque descarta la opción de pensar distinto.
La tendencia a las tendencias que vivimos, o padecemos, es una época en la cual unos pocos buscan imponer lo que a ellos les parece. Inevitablemente, hace recordar los siglos XVII y XVIII, cuando monarcas con sólida formación política y cultural impusieron, sin atenuantes, un deber ser de amplio espectro intelectual. Fueron los tiempos del absolutismo ilustrado. Hoy vivimos los del absolutismo deslustrado.
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