Es curiosa la manera como muchas personas asumen el paso del tiempo: desde febrero lo sienten volar; “este año se acabó”, repiten machaconamente. Pero el 1° de noviembre sacan árboles, papás Noel, pesebres, cintas, hadas y pegotes, porque la Navidad se vino encima. Ahí sí, que los días pasen rapidito.
La exagerada anticipación para decorar, muestra un cambio de actitud que va más allá de la manera de celebrar. Los abuelos y los padres contemporáneos ya no relatan cómo era la Navidad en su infancia, porque son tan jóvenes que la recuerdan parecida a la actual, o se avergüenzan de lo vivido. Hijos y nietos tampoco quieren escuchar, o se burlan. Se pierde la transmisión oral.
Que este tiempo es para celebrar en familia y renovar afectos con un festejo entre religioso y profano, es una frase cada vez más vacía. Pocas se reúnen a preparar en conjunto recetas conservadas por generaciones. Hoy cada quien lleva ‘algo’, para armar a las carreras un pastiche culinario. Desaparece la gastronomía ancestral.
Tampoco se hacen manualidades para “arreglar” la casa: las señoras ya no tejen ni bordan; los niños no pueden salir a buscar tapas de gaseosa con qué hacer cascabeles para cantar la novena. Todo se compra prefabricado y se acaba la habilidad creativa.
Ni siquiera hay villancicos. Las emisoras muelen las ramplonerías paisas que venden como música navideña y Dios se hace humano en medio de alaridos de despecho.
La Navidad era hogareña. Hoy el encuentro familiar, cuando hay, ocurre en hoteles, balnearios o cruceros impersonales. La cena es en un restaurante cualquiera. Las casas están vacías la noche del Nacimiento y por las ventanas se ve un silencioso titilar de luces. El afán de arreglar, es interés de lucir. El pesebre o el árbol son un culto externo sin contenido espiritual.
Antes, a nadie avergonzaba decir “nosotros no tenemos mucho dinero”. Los regalos tenían precios razonables o los hacían en casa, y tenían utilidad: por lo regular servían para renovar el vestuario. Si alcanzaba la plata, había algún juguetico y golosinas.
Los aguinaldos premiaban o castigaban el comportamiento durante el año. Especialmente, el rendimiento académico. El valor moral fue arrasado por el valor monetario.
Hoy se gasta cada vez más, para competir y ostentar; pagar favores, comprar conciencias o crear deudas morales. Mientras más caro, mejor. Se pasó de la satisfacción de la necesidad básica al lujo desproporcionado. El regalo ya no es una demostración de afecto, sino una expresión de consumismo.
Éste no es nuevo. El primer catálogo de productos navideños salió en 1803, en Alemania, pero no presagiaba el desaforo de hoy.
Si la Navidad giraba antes en torno de la familia, hoy es un torneo económico. Cada año sale por esta época sinnúmero de cachivaches nuevos, costosísimos, inútiles y desechables, para deslumbrar y hacer perder el sentido de las proporciones. Es el tiempo de las mejores ganancias para la industria y el comercio; la época en que la gente más se endeuda.
Surge, entonces, la pregunta: ¿cuán tradicional es la Navidad de hoy? Para que una práctica se convierta en costumbre, debe estar vigente, cuando menos, durante dos generaciones completas, unos 50 años. Desde tal perspectiva, la Navidad real es muy distinta de lo que se cree tener vigente. Lo que se dice no concuerda con lo que se hace. Las tradiciones otrora colectivas, se redujeron a unos cuantos ámbitos familiares y van camino de ser un ejercicio de nostalgia.
En contravía del principio sociológico, según el cual, cuando se pierde el hecho, el símbolo queda, con la Navidad se perdió el símbolo y el hecho quedó… deforme.
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Addendum: si Colombia tuviera un Presidente tan siquiera funcional; congresistas capaces y honrados; por lo menos honrados, y un aparato estatal eficiente e incorrupto, nadie estaría protestando. Cierto es que los terroristas han empañado malamente la legitimidad del descontento, pero también salió a relucir lo peor de los ‘contentos’ y resignados: se expresan con un lenguaje tan violento e incendiario como los explosivos de los vándalos; con una superioridad de clase que hasta risa daría, si no evocara el discurso nazi. La agresión de palabra es tan destructiva como la agresión de hecho.
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