(Este texto apenas se puede publicar. Está hecho para seguidores de la serie Juego de Tronos o simplemente para seguidores del poder. Si no han visto esta serie de TV, quizás no entiendan la forma, aunque sí algo del fondo. Si quieren verla, quizás no deben seguir leyendo porque les puedo contar el final.)
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Las dos reinas que alcanzamos a padecer han muerto. El nuevo rey de Westeros ha sido coronado. De nuevo en su papel de Mano del Rey (mano derecha del monarca), el enano Tyrion Lannister se levanta para organizar el recinto del consejo real. Está solo. Se toma su tiempo y va alineando y ajustando contra la gran mesa todas las sillas del lugar, una por una, una tras otra - una escena que nos alargan con intención -. Vuelve a sentarse apenas siente que se aproximan los demás consejeros. Se ve entre nervioso y satisfecho con lo que ha logrado con el lugar. Un nuevo comienzo debe empezar con un nuevo orden, pensará; un reinicio limpio, pulcro, sin rastro de las ruinas de la guerra que fue.
Pero al enano Tyrion se le derrumba rápido el cuadro: Los demás miembros del consejo entran al salón, se sientan desprolijos en las sillas, las hacen chirriar contra el piso, las desordenan, mandan al traste el trabajo y el deseo calculado del enano.
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El cierre de Juego de Tronos tuvo vacíos narrativos graves que llegaron a romper la credibilidad de personajes y desenlaces. Sin embargo, terminó por redondear su significado sobre el poder. Logró mantener su interpretación irrepetible sobre la política, entre sutilezas y detalles de escenas menos espectaculares que las de otras temporadas, con menos construcción y desarrollo, pero con más tiempos y silencios para la contemplación.
Me refiero a que la serie mantuvo una interpretación sobre el poder y que en sus final se dio el último giro a una manija que desde atrás venía moviéndose. De principio a fin, la lectura de poder de Juego de Tronos no es la de la gloria de los héroes, ni la de la redención de los conversos, ni la de la recreación de élites buenas que combaten a las malas, ni la de los triunfos morales o políticos que tanto afanan hoy nuestros activismos - por eso tantos reclamos ideológicos desde las audiencias ante el final -.
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El nuevo Rey entra detrás, una vez todos los del consejo se han sentado. Su presencia parece irrelevante y su destino parece con más pasado que con futuro. Los dragones ya están muertos o extraviados. Es un regente roto, quebrado, ido, pausado. Su discapacidad es el símbolo de un poder que no corresponde al idilio de la plena potencia y la completa fuerza. Es Bran ‘The Broken’, como avivan los del Consejo.
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El poder en Juego de Tronos tampoco es la lectura primera que alcanzamos sospechar, en la que creímos que entre los sujetos políticos no era posible identificar los completamente buenos o los completamente malos. Esa en la que nos acomodamos a los grises y corremos el riesgo de no volver a distinguir lo bueno de lo malo.
No. Sin la última temporada no habríamos podido reconocer que la lectura de Juego de Tronos va más allá, es la del poder como moneda que se lanza al aire. No es que no haya buenos ni malos, sino que el poder es lugar de posibilidad de lo uno o lo otro. El poder como lugar (como trono), y no como acción o conducta, siempre está fracturado y por sus grietas nos escurre hacia el filo en el que la tragedia y la gloria tienen la misma potencia. Y la potencia somos nosotros, no importa los estigmas de bondad o corrupción que antes traíamos puestos. Así, al ocupar el lugar de poder lleno de fisuras y provocaciones, fácil terminamos en la repetición de lo que prometimos evitar.
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Se retira el regente y empieza la sesión del consejo. Cuando apenas el enano Lannister ha comenzado a dar la palabra, los temas son ya los mismos de siempre, los mismos del régimen anterior y del más anterior: el fisco debe restablecerse, otra vez, los navíos deben fortalecerse, por si acaso, los burdeles deben mantenerse a toda marcha, por el bien del reino. Apenas la reunión lleva unos segundos, se ve ya que el nuevo comienzo está roto, desajustado. Es el comienzo y el final del mismo juego.
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Entonces, al final, cómo sortear el poder es igual o más importante que definir lo que somos.
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