Ya les conté el mes pasado en mi columna “Es mejor quedarse” que vivo en pueblo y casi no me gusta ir a Bogotá, donde viví muchos años. Hoy voy a ir más lejos (Pero no mucho, porque no me gusta irme lejos). Les voy a contar algo peor, que no sé si me pasa porque me volví provinciana o tal vez sea la edad, o el miedo. Es muy probable que nadie esté de acuerdo conmigo. No me gusta viajar. Sé que están escandalizados. A mí me escandaliza. Pero no puedo hacer nada, solo pedirles que no me inviten a ninguna parte. Para mí unas vacaciones soñadas consisten en ir a un hotel frente al mar. Y aquí, en Colombia. En el Caribe. No necesito más. Y me voy en carro, porque le tengo miedo a los aviones. Este es uno de los motivos por los que no me gustan los viajes, pero no es el único, o tal vea lo sea, y el resto son cuentos que yo me echo para justificar la pendejada. Pero cada vez le tengo más pereza a salir de mi casa. Lo único más maluco que desempacar una maleta, es empacarla. Aunque para desempacarla no se requiere de tanta concentración. Que no se me quede nada, que este remedio por si me da esto y este otro por si me da lo otro, tapa oídos por si hay ruido, tapa ojos por si no hay blackout, que aretes y colgandejos que salgan con el vestido, que no caben los zapatos, no olvidar la piyama, pero cuántas llevo, y si hace sol y si hace frío, termina uno empacando desde vestido de baño hasta guantes y gorro por si acaso. Qué estrés programarse hasta la vestimenta.
Otro problemita que tengo es que no puedo dormir sin mi almohada. La mía es una herencia familiar de esas delgaditas como una oblea que hoy en día no se consiguen en el mercado. Y es lo único que me gusta empacar, y tres vestidos de baño. Cuando voy a Manizales llevo hasta maquillaje, una bolsada. Y pulseras, collares, anillos. Nada de eso me pongo en condiciones normales, y cuando lo hago me siento disfrazada de turista.
Otro problema es que ya no quiero ir a hoteles baratos ni hostales ni cosas de esas que hicimos en la juventud. Tampoco me gusta ir a casa ajena. No puedo dormir con gente, tengo que ver televisión para que me dé sueño, apagar todos los aparatos, enchufes, luces y lucecitas, y necesito silencio absoluto. Me enloquece oír a alguien roncar. Hasta la respiración de otro durmiente o que otra persona se duerma antes que yo en el mismo cuarto, me roba el sueño. Y otro problemota es que solo me funciona el estómago en mi casa. Entonces a mí que no me hablen de visitar museos después de no dormir ni entrar al baño. Se va uno a hacer la interminable fila para entrar al Louvre y luego la otra fila para ver la Mona Lisa y llega por fin a verla entre vidrios, sorprendido de su pequeño tamaño y más sorprendido aún de no sentir nada especial después de once horas metido en un avión para disfrutar tan glorioso momento cultural. Goza más si se compra un poster grande y lo cuelga en la casa donde pueda verlo todos los días y sonreírle a la Gioconda con su misma sonrisa de renacimiento. O en el tour virtual en tercera dimensión sin tenerse que patonear. Por eso me encanta ver las fotos de los viajes de la gente en redes sociales. Ya todas las fotos están tomadas y las disfruto más si pienso que no me tocó ir por allá para conocer. Llega uno de esas vacaciones con la necesidad de unas vacaciones. Muerto, rendido, mamado. Lleno de ropa sucia y lleno también el cupo de la tarjeta de crédito.
Tampoco quisiera vivir en ningún otro país. Sufro el exilio, siento dolor de patria, no quiero emigrar ni ser inmigrante en ninguna parte. Me gusta quedarme, con el que estoy, y mis perritas, mis gaticos, mis cositas. Por eso me quedo.
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