Todos queremos que nuestro nombre siga gravitando después de la muerte. Buscamos la intemporalidad. Las batallas que se dan, los sorbos amargos, los desfallecimientos recurrentes, las enfermedades vencidas, y concomitantemente los propósitos, los alpinismos espirituales, el trajinar con un norte obsesivo, son condiciones ambiciosas del ser humano que busca la trascendencia. Todos los fracasos son transitorios y la diaria resurrección para buscar el sendero de la tierra prometida hacen de la vida una noble epopeya.
Claro que es mejor la molicie. El barullo que distiende energías, los superficiales encantos bacanos que todo lo superficializan. Grato vivir con temperaturas enervantes, en un circuito de modorras, con acople a todos los climas. Rodar cuesta abajo. No sentir fatigas, trepar sin fardo al hombro, mimar el cuerpo. Preferir los descensos. Para qué las calistenias, el fondismo agotador, para qué someterse a maceraciones innecesarias. Huir de los desiertos, evitar los fríos de los parajes riscosos, no hacer brazadas en aguas turbulentas, no perturbar el nirvana de las molicies. Despertar sin programas, alargar el cuerpo horizontalmente, bostezar, estirar los brazos, y como molesta la luz reverberante del sol matinal, cerrar de nuevo las cortinas y ahuecarse en la almohada para buscar las pisadas de Morfeo. Hacer de la existencia un permanente entretenimiento hedonístico, propiciar parrandas, nadar en alcohol. Que Dionisio, dios de juergas, bohemias y enamoramientos, presida el relajo de las andanzas. Consumir los años en esa rutina intrascendente y al morir, ingresar a las azufradas aguas de Leteo, río del olvido.
Para sobrenadar son necesarias condiciones superiores. Cuerpo ágil, capacidad de riesgo, olfato, resistencia para abreviar distancias. Competir. Los hundimientos transitorios los vence un pulmón de acero, brazos fuertes para dominar los oleajes adversos, finalmente una tabla de salvación para llegar a la orilla salvadora. Perecen los que tienen cuerpos gelatinosos, los que nunca se han preparado para beber cicuta, los que le tienen miedo al peligro. Vivir es contender con un sino desconocido, estar en el vaivén de circunstancias imprevistas, bordear abismos y con arrojo acaballarse sobre las olas de un mar picado. Simón Bolívar tuvo que enclaustrarse en Pativilca, en una casa humilde, golpeado por fiebres mortales. Su vida peligraba. Hasta allí llegaban los generales a pedirle órdenes para sus desplazamientos. El popayanejo Joaquín Mosquera para verlo anduvo por el corazón de las montañas hirsutas. Lo encontró demente. Le pregunta: ¿Qué piensa general? ¡Vencer! fue su respuesta.
Voz decidida. Palabra con hambruna de gloria, símbolo de las agallas de un hombre superior. En otra dimensión, solo un ser que hace tránsito hacia la intemporalidad puede, en un verbo, hacer la síntesis de su vocación insigne.
Pero ese apetito por ser es lo que nos espolea, es la fuerza misteriosa que hace milagros. Además, ahí está la diferencia. Los Sanchos tienen en mente, primordialmente, el bastimento. Primero la pitanza. Quien anhela proyectar su nombre resiste penurias, aguanta insomnios, segundiza el yantar. Un por ejemplo: Gabriel García Márquez. Gerald Martin escribió una voluminosa biografía del hijo de Aracataca. Cuántos Gólgotas en cadena anillan esa vida de pobreza absoluta, cantando en arrabales nocturnos para subsistir, engañando trabajadoras sexuales para encontrar abrigo en gélidas mañanas, itinerante por los arenosos desiertos de la Goajira, con un pesado joto de enciclopedias al hombro, para ganarse una pequeña comisión por sus ventas. Cuántos libros leyó, cuántas hojas borroneó para enclavar su nombre en la historia universal. Esa terquedad literaria de superación, esa entrega apasionada a las faenas espirituales, han sido compensadas por la avidez en todo el mundo por la lectura de sus libros.
Pocos pares tiene Jorge Luis Borges. Su nombre continental opaca mucho satélite menor porque es genial en cualquier dimensión que se le mire. Era soberbio, creído, petulante, además críptico, y lanzaba frases despectivas contra quienes creían ser sus émulos. No aceptaba rivales. Tuvo muchas mujeres pero no penetró ninguna. La pobre María Kodama fue su fiel compañera y le tocó manejar sus resabios hasta la muerte. Borges fue poeta, creador de relatos fantásticos, ensayista y dictaba conferencias por todo el mundo. Su prestigio era aplastante. Desde muy joven perdió la vista. No obstante se hacía leer libros, dictaba lo que el resplandor de su cerebro iba palpando. Los reflejos creativos de su cerebro eran asombrosos. ¿Qué buscaba? No morir en el tiempo, proyectarse más allá de todo lindero, seguir existiendo en los recuerdos de un público universal. Ser. Ahí está. Se escucha su voz de gaucho intelectualizado, con ese empuje “macanudo” que tienen los argentinos, incrustado en los fastos de su patria y del mundo.
Los que en vida le encuentran esplendor megalómano a sus biografías, son impelidos por la proyección intemporal. Mirabeau, el legendario orador, en los desesperos de la antesala de la muerte, le escribe a su amigo el Conde de Lamarck: “Vos no tolerarás que yo quede enteramente ignorado. O mi vida será segada pronto, o podré dejar en vuestras manos nobles elementos para una apología”. Narciso este Mirabeau, ¿verdad?
Intemporalidad. Bella y atormentadora palabra.
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