El insulto de pocas palabras, debe ser agudo y burlón para que produzca efecto demoledor. No cortesano, no avisagrado, sino punzante y sangriento. Para quien lo lanza, es expresión de una fina inteligencia que busca un venenoso desquite, es puntilla de acero sobre la cual se cuelga la caricatura de la víctima. Destruye más que un tsunami que todo lo arrasa y profundiza en el mar. El insulto es cadavérico, sus dientes son ganzúas, sus ojos carnívoros y su olor pestilente. Es mortífero.
Con morboso placer intelectual transcribiré algunas sátiras centelleantes:
“Solterona chismosa”, decía Catón de Sócrates.
“Si vuestra merced se enoja -respondió Sancho- yo callaré y dejaré de decir lo que estoy obligado como buen escudero y como debe un buen criado decir a su señor”. Después de breve diálogo, se desdobla Don Quijote con este rosario de epítetos: “¡Oh bellaco villano, mal mirado, atrevido, murmurador y maldiciente!...! Vete de mi presencia, monstruo de la naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete, ni parezcas delante de mí, so pena de mi ira!”.
Talleyrand se convirtió en personaje necesario para Napoleón. Lo echaba, otra vez lo atraía y volvía a utilizarlo. “Sois un verdadero diablo. No puedo evitar hablaros de mis asuntos, ni dejar de estimaros”. En una de sus furias lo sacudió: “Es usted un ladrón, un cobarde, un hombre sin fe. No cree usted en Dios, ha faltado durante toda su vida a sus deberes, ha engañado y traicionado a todo el mundo. Para usted no hay nada sagrado y sería capaz de vender a su padre. Yo lo he colmado de bienes y no hay nada que no sea usted capaz de hacer contra mí”. “… ¿Cuáles son sus proyectos? ¿Qué quiere? ¿Qué espera? ¡Atrévase a decirlo! ¡Merecería usted que yo le rompiese como se rompe un cristal. ¡Puedo hacerlo, pero le desprecio demasiado para tomarme ese trabajo. ¡No es usted más que una mierda en una media de seda!”.
A Fouché lo denigra: “Vuestra cabeza debería ir al cadalso”.
Napoleón insulta a los italianos: “pueblo blando, supersticioso, fantoche y cobarde”.
Hitler decía que Roosevelt era “un tonto y enfermo mental” y calificaba los discursos de Churchill como “excrementos de un macho cabrío”.
Sobre Oliveira, personaje en “Rayuela” de Julio Cortázar, Babs dice “que en su perra vida había conocido a alguien más infame, desalmado, hijo de puta, sádico, maligno, verdugo, racista, incapaz de la menor decencia, basura, podrido, montón de mierda, asqueroso y sifilítico”.
Aquilino Villegas jamás congenió con Alzate. Lo motejó de “manzanillo derechista”, “maniobrero mezquino” que debía “expulsarse lejos como alimaña dañina”.
Samuel Ocampo Trujillo, intelectual perezoso, fue adversario gratuito de Gilberto Alzate Avendaño. Algún día se atrevió a decir que una tía del Mariscal tenía casa parrandera en un lenocinio. Enterado, Alzate lo fulminó con estos adjetivos: “Qué puedo esperar de este mamarracho, zascandil, avieso, varado y pintoresco”.
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