Todas las comunidades, grandes o pequeñas, viven de proyectos. Son imperfectas y tratan de recuperar el tiempo perdido. Renacen, analizan equivocaciones, corrigen, se afianzan en sí mismas y de nuevo toman impulso para conquistar futuros. Alberto Lleras escribía sobre el “propósito” inmediato y lejano que incita la vocación histórica de los pueblos. Jamás hay satisfacción con el presente. Este hoy que se nos sale de las manos, que ya es pretérito, es un efímero instante en el devenir, ventana fugaz para verificar el trunco destino que nos deja desolados. Bien sabemos que perfecto solo es Dios. Todos arrimamos a la contabilidad de la vida residuos de empeños frustrados, anarquías sentimentales, promontorios de arrepentimientos. Es más insondable el océano de los errores que los precarios logros que se conquistan. Hay un sino adverso en toda gesta. Para colocar notas en nuestro pentagrama es indispensable someter el cerebro a extenuantes disciplinas. Finalmente siempre hay que tener hambre de más. Más introversiones metafísicas, más ahondamientos en cultura, más calistenias especulativas, más agallas.
Pobres los mediocres. Son basura sobrante. Estorban las medianías, los borregos, los que solo juntan manos para aplaudir, la horda que se inclina ante el campaneo de los capataces. Las montoneras gritan, todo lo aplebeyan, aman el acomodo en el bulto gordo de las multitudes. Rodar es fácil. Mugir palabras en el innúmero estamento de los bípedos humanos, es tarea de palurdos que no saben de las distancias selectivas. Ese inmenso bacalao que hay que cargar en las espaldas, suscita desprecio y compasión.
¡Tanto vale la chispa intelectual! Habitamos una provincia idílica del mundo, con aguas puras que cantan en los descensos por pizarras verticales, con aire vital que ancha pulmones, con una geografía ostentosa de elevadas montañas, con tierras onduladas, vigilada arriba por un páramo de nieve perpetua y abajo por el ensalmo de riachuelos caudalosos. Dios nos entregó esta naturaleza con el verde de todos los tonos, arrullada por sinfonías silvestres, con maitines de luz torrencial y vésperos de encendidos arreboles.
A este paisaje lo coronan valores impalpables: ¡Los talentos! ¿Qué sería de nuestra tierra sin esa cresta vigorosa que la empina hacia los cielos, sin ese elitismo que la excluye de las montoneras, sin ese pinche de mucho garbo que la convierte en reina en las pasarelas de la historia? Este nicho nuestro, pequeño y consentido, cargado de ufanías, con cabeza hundida en territorios celestes, es lo que nos correspondió en el reparto que hizo la Divina Providencia. La nuestra es ruta de privilegios, copo sutil del pensamiento, ráfaga de luz que electriza cerebros. Abrimos brechas, nos catapultamos hacia lejanías, nuestra mente se dispara y cruza veloz los espacios en busca de vivos manantiales.
He dicho ¡talentos! Enaltecemos la tradición que es inagotable venero de fastos perdurables. Nos persiguen la sangre, el gesto, la palabra, pocas virtudes y muchos vicios de atavismos imperfectos. Nuestros abuelos llegaron como conquistadores en lomo de alazanes ariscos. Casi todos eran perdularios que se acaballaron sobre indias estupefactas y sumisas. Ahí nace nuestro abolengo. Unos fueron cargueros de ancianas desvalidas sobre parihuelas de madera tosca. Aquellos cortaban cabezas de nativos. Éstos, negros, fueron embutidos en el embrujo ciego de la minas. Todos encamandulados por levitas santones.
También arribaron místicos, novelistas, poetas, narradores que diseminaron semillas prontamente transformadas en asombrosas cosechas de intelectualidad. ¿Qué nos tocó? Privilegios de oratoria, plumas para distracción de eruditos, pinceles creadores, poetas en rima y prosa, plegarias en los templos, licencias hedonísticas para quienes se burlan del pecado.
Cuando hablamos de imaginación nos referimos al alma de los pueblos, a esos idealismos traslúcidos que las comunidades enarbolan con felices pavoneos. Aspiración que nadie socava y proyección que no tiene límites. Territorio de ficciones inasibles, con existencia en la mente colectiva. Un imperioso sino los unifica, los afirma y les da un toque de eternidad. Estimula ese hurgamiento de olvidados episodios, esa reversa para conocer y engrandecer antecedentes comunitarios. Símbolos que son elogiados hiperbólicamente. Tienen memorias de tumbas. En fin, hemos desembocado en el estuario de las metafísicas, exclusivo territorio de filósofos.
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