La revista Semana publicó recientemente un artículo titulado: “Guillermo Carvajal: ¿La escuela murió y hay que cerrarla?”. Aunque comparto varias de las premisas del doctor Carvajal, médico psicoanalista y conferencista especializado en educación, democracia y psicología, no puedo aceptar su fatal conclusión.
Recuerdo al padre Juan Jaime Escobar. En una de sus majestuosas conferencias, nos habló a los maestros y nos dijo que los profesores éramos muy buenas personas, porque no solo pagábamos por asistir a un seminario y escuchar que la escuela no sirve para nada, sino porque además le encimábamos un atronador aplauso. Una sensación semejante me producen las disertaciones del médico Carvajal. Considero justo que lean el artículo a fin de tener una mejor comprensión de mi reflexión y de mi propósito de generar una reacción colectiva frente a todo discurso que signifique el fin de la escuela. Y no es cuestión de capricho, hay buenas razones para hacerlo.
Debo decir que hay que echar mano de la autocrítica y del sano juicio, pues hay algunas ideas del planteamiento de Carvajal que, además de ser ciertas, he venido reclamando y poniendo en evidencia en esta columna. Por ejemplo, acepto que el currículo en Colombia tiene una antigüedad de más de doscientos años y hoy no atiende los requerimientos de los niños y los jóvenes; de hecho, su actualización es una tarea y una obligación aplazada no solo del alto gobierno, sino también del Congreso de la República, al que poco le importa discutir lo que los niños deben aprender hoy en las escuelas de la nación.
Tengo que reconocer también que el ejercicio de la absoluta obediencia es una práctica equivocada y retrógrada, y desnaturaliza la esencia emancipadora y libertaria de la educación. Comparto con Carvajal la idea de que la uniformidad es otro craso error de la escuela de hoy, y he sido reiterativo en afirmar que la escuela en Colombia no posee los diseños requeridos para atender los estudiantes de acuerdo con sus condiciones. Y no hablo de los diseños de las plantas físicas, que son muy importantes, sino de los curriculares. Es suficiente con solo ver el drama de los niños con necesidades educativas especiales o la tragedia que viven las familias de un niño en condición de excepcionalidad. Y hasta aquí mi identificación con el doctor Carvajal.
En mi condición de maestro, no obstante, debo reaccionar y motivar a la reacción colectiva frente a la sentencia lapidaria que el mismo autor hace cuando sugiere que la escuela de hoy “hay que acabarla porque como está planteada está generando más mal que bien”. Sus desafortunadas conclusiones tienen implicaciones insostenibles, porque nos hace responsables del dolor, de la tragedia, del sometimiento, de la deserción escolar, de las ganas de no vivir y de los intentos de suicido de los niños y los jóvenes en Colombia. Olvida Carvajal la magnitud del drama psicológico, social y familiar que viven muchos de los escolares hoy en Colombia y que convierte su escuela en el único lugar de esperanza. También ignora que la inmensa mayoría de la población en el mundo tiene en su vida una marcada influencia positiva de por lo menos un maestro. Desconoce asimismo que son muchos los maestros que han hecho de su vocación no una manera de ganarse la vida, sino una forma de permitir que otros ganen su vida.
Tampoco puedo aceptar la atrevida sentencia que nos hace responsables a los maestros y a la escuela de realidades que las propias investigaciones han aclarado recaen sobre otras causas. Según un informe de Medicina Legal, las cuatro principales causas de suicidio en Colombia son: las rupturas amorosas, las enfermedades mentales, los problemas económicos y el desempleo. Adicionalmente, la Organización Mundial de la Salud, en una investigación adelantada por la psicóloga clínica Diana Pulido de la Fundación Universitaria del Área Andina, concluye que los millenials no fueron preparados para enfrentar la dificultad, que son chicos que se han criado en familias que no les han permitido vivir fallas y que no generan competencias frente a la frustración. Comprenderá usted, amigo lector, que este asunto es mucho más complejo que la actitud reduccionista de responsabilizar a la escuela de tal tragedia.
No puedo aceptar la conclusión de Guillermo Carvajal. Reconozco que el mundo ha cambiado y que la escuela debe responder a dicho cambio. Infortunadamente seguimos con una política educativa muy inferior en tiempos que demandan propósitos más nobles: la felicidad de los niños y el arte de vivir, por ejemplo. La solución no es acabar la escuela, sino ponerla a la altura de los tiempos. Por eso invito a los maestros, las universidades, las escuelas normales, los académicos, los sindicatos, las asociaciones y a todo el país educativo a salir en defensa de la patria de los niños: la escuela.
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