Jerónimo es un niño de siete años que cursa grado primero en un colegio público de la ciudad. Padece síndrome de Asperger, un trastorno neurobiológico caracterizado por deficiencias en la interacción social y en la coordinación motora, y según los expertos, constituye un espectro del autismo. Como tantos niños en Colombia, Jerónimo no cuenta con una atención escolar acorde con sus necesidades particulares, y aunque se beneficia de estrategias diversas de integración y socialización, no recibe atención terapéutica particular de acuerdo con su condición. Lamentablemente, casos como estos terminan siendo un problema de aula que en ocasiones revientan la paciencia del maestro y los compañeros.
Como suele suceder con los niños de su condición, un día normal de clases Jerónimo anduvo con niveles de ansiedad extraordinarios. Su profe le llamó la atención varias veces y se dirigió a él en tono alto y enérgico. Pero la ansiedad del niño era superior al esfuerzo de su voluntad y mucho más al umbral de paciencia de su docente.
Es usual también que estas personas concentren su atención en un objeto que se convierte para ellas en su compañero de vida. Para Jerónimo lo fue un ping pong. Cualquier cosa podía faltar en su maleta de escuela, menos el ping pong. Precisamente aquella tarde el ping pong de Jerónimo se había convertido en el intruso indeseable de la clase. A cada momento se caía y el niño desesperadamente pasaba por encima de quien fuera para alcanzarlo; además, el rebote incesante de aquel inofensivo objeto había colmado la paciencia de su profe, y en uno de esos sucesos, el ping pong cayó al suelo y su profe con desespero y rabia puso sobre él su agresiva pisada, dejando solo diminutos pedazos que Jero contempló con desparpajo y que muy pronto provocaron estallidos de llanto y gritos desesperados. Su compañero de vida había muerto. Lo mató su profe.
He traído esta anécdota para referirme a dos angustias que yacen hoy en las escuelas de Colombia. De un lado, la de los profes que además de trabajar con clases numerosas de estudiantes, tienen una condición especial o excepcional cuyas características no están en el campo de su experticia, y de otro, la de los estudiantes que padecen esta condición y las consecuencias de una política que de manera indolente “incluye” a un niño de estos en la escuela regular, pero que lo “excluye” de su atención particular.
No se sabe cuál de estos dos dramas es mayor. Considero que si bien es cierto que la escolarización regular de estos niños es altamente conveniente en términos de socialización e integración, no es menos cierto que su misma condición demanda una atención particular interdisciplinaria que es precisamente lo que no se hace, razón por la cual terminan abandonados a la suerte de lo que pueda hacer un maestro por ellos.
También es cierto que como maestros no necesitamos formación especializada para darles a estos niños el afecto, la comprensión y el acompañamiento requeridos. Y hay actitudes que no se compadecen con nuestra condición misma de maestros (Piensen no más en la causa de la muerte del ping pong). Agotadas las posibilidades, la medicina, los tratamientos y la atención intensiva, solo nos queda el afecto y de eso sí que tiene que haber en la bodega de los maestros, porque educar es un acto de amor, al punto de que el día que este ingrediente se agote en nuestro equipaje, será mejor dedicarnos a escribir las memorias de un maestro.
Por fortuna no todos corren con la misma suerte de Jero. Algunos pocos como mi sobrino Juan Nicolás comparten la misma condición y encuentran a profesores maravillosos. Después de recorrer desesperadamente por varias instituciones públicas y privadas, Juan Nicolás encontró en el Mariscal Sucre a la profe Laura, un ser humano bellísimo y mejor aún: maestra. Nico con 15 años ya lee. Profe, mil y mil gracias. Usted ha permitido que el “ping pong” de Juan Nicolás aún siga rebotando.
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