Desde el pasado 22 de febrero y hasta el próximo 27 de junio, aproximadamente 88.000 maestros de todo el país deberán subir un video de una de sus clases a una plataforma que ha dispuesto el Ministerio de Educación Nacional. El propósito de este video es que cada maestro dé cuenta de su idoneidad y de su desempeño profesional, y constituye una pieza clave de su Evaluación de Carácter Diagnóstico Formativo (ECDF) como requisito de ascenso en el escalafón docente, reglamentada en la Resolución 18407 del pasado 29 de noviembre de 2018. Este video es fundamental porque en el marco de la Resolución tiene un factor de ponderación del 80%, que sumado al 10% de la autoevaluación, al 5% de las encuestas y al 5% de la evaluación de desempeño, sentencian si el maestro posee el mérito necesario para el ascenso y, en consecuencia, mejorar sus condiciones salariales.
Para ubicar en contexto este ejercicio, debo advertir que de esos 88.000 aspirantes pasan únicamente 20.000, es decir, el 22%. Además, quiero plantear algunas inquietudes que desde el escenario natural de la educación, la escuela, me surgen a propósito de este ejercicio y que espero generen una reflexión tranquila y desapasionada no solo a los visitantes frecuentes de esta columna de opinión, sino también a todos aquellos que nos hemos declarado vigías permanentes de tan caros intereses. Me resulta insensato y hasta irresponsable que el alto gobierno se crea el cuento de que un maestro en escena, a la voz de “luces, cámara y acción”, logre desplegar su mejor apuesta pedagógica, irradiar el ambiente del aula con sus mejores destellos didácticos y exhibir sus exclusivas y delicadas prendas de experticia.
Este video, que parece más un tributo a la civilización del espectáculo, nada tiene que ver con una de las características fundamentales de la evaluación: la transparencia y la fidelidad. Evaluar es un acto de limpieza y de asepsia, es ponernos frente a un espejo diáfano que lo único que hace es reproducir nuestro propio rostro, un espejo que no puede ser ni cóncavo ni convexo, simplemente porque desfigura nuestro rostro y no nos retorna la imagen de lo que realmente somos. Y precisamente eso pasa con este ejercicio, porque el video se convierte en un pregrabado, en una apuesta artificial y desnaturalizada de la práctica normal de clase. Muchos factores absolutamente ajenos al ejercicio de la pedagogía resultan ser determinantes en la calidad del video; en últimas, es la capacidad histriónica del docente la que termina sentenciando su idoneidad profesional o sus niveles de incompetencia. Es la práctica de un casting o de un reality show, hoy tan de moda, la que sentencia la calidad de su trabajo. Quizá logre muchos “likes” y entonces clasifique dentro de ese 22% de privilegiados. Pero si su actuación no es afortunada, tendrá que esperar a que convoquen un nuevo rodaje.
Quiero también dejar planteados algunos interrogantes para que alienten la reflexión: ¿No es un acto perverso de quien evalúa definir desde antes de la evaluación un porcentaje de cuántos aprueban y desaprueban? ¿Esta práctica no está dando cuenta de la incapacidad del gobierno para hacer seguimiento a la calidad de sus maestros? Si la calidad de la educación transita meridianamente por la calidad de sus maestros, ¿cuál es la confianza de la medida?
Es lamentable que un proceso de los más altos intereses nacionales, como el de medir la calidad de sus maestros, se desarrolle con la práctica de un show de Hollywood, donde se premian las estrellas del séptimo arte, olvidándonos por completo de que no es en la alfombra roja donde un maestro da cuenta de sus virtudes. Es en la escuela, con todas sus restricciones físicas y de equipamiento, con niños en alto riesgo de vulnerabilidad y en medio de sus difíciles y trágicas condiciones de salud, donde el maestro da cuenta de su idoneidad. Lamentablemente esas escenas de la vida real son eliminadas en la edición.
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