Juan, Esteban, Yuliana y Melisa son cuatro estudiantes de un colegio público de la ciudad. Pertenecen a un sector de estrato socioeconómico muy bajo y padecen bastantes dificultades como para disfrutar la gran noticia de ir a la escuela, así como sí lo hacen -y como debiera ser- tantos niños en este país. Su complicada situación económica, su crítico cuadro psicosocial y la grave disfuncionalidad familiar hacen que ir a la escuela no sea para ellos el ejercicio de un derecho constitucional, sino, más bien, una odisea a la que están condenados. Juan y Melisa son los mayorcitos y por eso cada uno se encarga de uno de sus hermanitos: Juan siempre acompaña a Yuliana, y Melisa, a Esteban.
Un día Melisa estaba por fuera del colegio en otra actividad en una de las universidades de la ciudad y no se percató con Juan de que debía encargarse de Esteban. Transcurridas varias horas luego de terminada la jornada escolar, Esteban de tan solo seis años seguía estoicamente esperando que apareciera Melisa. Uno de los profes se ocupó del caso. No logró contactar a su señora madre, pero sí a su señor padre, quien al ser enterado de la novedad y de la urgencia de su presencia para ocuparse de su hijo, respondió: “Llamen a esa señora. A mí no me molesten con esas pendejadas. Y si ella no aparece, para eso está Bienestar Familiar”.
Mientras se intentaba el contacto con la mamá, uno de los directivos se ocupó de suministrar alimento al niño. Aprovechando que se llevaba a cabo una actividad para los estudiantes de grado once a quienes estaban ofreciéndoles hamburguesa, el directivo le preguntó a Esteban si quería una. La respuesta del niño fue: “¡Huy, ‘cordi’, siempre en mi vida me he querido comer una hamburguesa!”. Relata el coordinador que “había que verlo comiéndose esa hamburguesa: era una piraña, devoraba con un placer extraño, una sensación que va mucho más allá del gusto. Era su gran conquista”.
Quiero referirme también a Yuliana, la otra niña pequeña que cursa grado segundo. Hace pocos días se encontró en los pasillos del colegio un rollo de billetes. De una manera totalmente espontánea y desprevenida se los entregó al coordinador, quien inmediatamente contó su cantidad y se enteró de que había casi cien mil pesos. En las indagaciones respectivas se logró establecer que el dinero pertenecía a una profesora.
Quisiera hacer un paralelo entre estas tres actitudes: las de los niños y la del padre. De un lado, la gratitud y la emoción de Esteban porque su escuela ha sido el escenario de una de sus aventuras más maravillosas: comerse una hamburguesa, y el bello gesto de Yuliana, quien es consciente de sus carencias y de su pobreza, pero eso mismo no es óbice para que deje aflorar la bondad, la limpieza, la originalidad y la espontaneidad de su bella niñez; del otro lado, la actitud prevenida, agresiva, irresponsable e insensible de su padre, para quien su propio hijo es algo sin importancia que no merece de él sus afanes, preocupaciones, esfuerzos y desvelos.
Las actitudes de los niños son propias de la bitácora maravillosa de una expedición escolar. La actitud del padre refleja la desesperanza del mundo que les ha tocado vivir a sus hijos: un mundo que ellos no han escogido, unos padres que ellos no pidieron, una historia de desconsuelo que ellos no han contado, el guion de una novela que ellos no solo no protagonizan, sino que tampoco quieren ver.
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