América Latina padece culturalmente de un síndrome de desconfianza que podríamos calificar de epidémico, y en Colombia es un mal que carcome todos los rincones y todos los corazones. Hay desconfianza en el hogar: entre los esposos, entre padres e hijos y entre hermanos. Hay desconfianza en la escuela: entre los maestros, entre estos y sus estudiantes y entre estos mismos. Hay desconfianza en el trabajo: entre los patrones, entre los empleados y entre estos y sus jefes. Hay desconfianza entre gobernantes y gobernados. Hay desconfianza entre… En fin, es fenómeno tan evidente que sería más oportuno preguntar: ¿Quién es digno de confianza?
Ante la pregunta: “¿De cien personas que usted conoce, en cuántas confía?”, los resultados de una investigación que estudia los niveles de confianza dicen que en Suecia, por ejemplo, una muestra significativa de los entrevistados respondieron que confiaban en setenta y dos; en China, dijeron que en setenta, mientras que en Colombia manifestaron que solo confiaban en cuatro de cien personas conocidas. Si convertimos esto en un indicador de confianza, podríamos decir que en Colombia la sociedad se relaciona con un índice de confianza del 4% y con un margen de desconfianza del 96%.
No creo que tengamos que hacer un ejercicio intelectual y de campo muy exigente para corroborar la realidad de esta cifra, porque la desconfianza se ha convertido en un factor de desequilibrio en todos los campos de la interacción humana. Afecta casi todos los ámbitos: el familiar, el sentimental, el académico, el laboral, el profesional, el comercial, el público, el privado, el artístico, el deportivo, etcétera, de suerte que superar la desconfianza y buscar garantías de confianza son una condición necesaria para facilitar y consolidar las relaciones humanas y sociales.
Cuán deseable sería llegar a la conclusión contraria a la que llegó William Ospina en su columna “Tres ideas para cambiar a Colombia” (2004) cuando afirmó: “Si llamamos país a una comunidad que comparte y protege un territorio, que rinde homenaje a un pasado común, que está unida por fuertes vínculos de solidaridad, donde en el orden de las prioridades está primero su propia gente, donde hay una básica confianza espontánea en los desconocidos, habría que decir que Colombia no cumple con esos requisitos”.
La escuela no es la excepción a las calamidades de esta enfermedad. Allí también reina la desconfianza: las secretarías de educación y el Ministerio tienen desconfianza de sus rectores, los rectores a su vez no confían plenamente en sus maestros, los maestros desconfían de sus estudiantes, y los padres de familia no confían ni en el Gobierno, ni en los colegios, ni en los maestros, y, en muchas ocasiones, ni siquiera en sus propios hijos. En este marco de desconfianza, procurar aprendizajes se convierte en una tarea bastante difícil.
He manifestado en varias oportunidades que la educación es un acto de amor. Hoy complemento diciendo que si la educación es un acto de amor, el aprendizaje es un acto de confianza. Gráficamente sería como algo así: Un papá enseña a nadar a su hijo porque lo ama y porque quiere que desarrolle destrezas, habilidades y competencias; y su hijo aprende a nadar porque confía en su papá y dicha confianza es superior a los temores que le genera el agua.
Los padres que avanzan en generar mayores niveles de confianza con sus hijos logran educarlos mejor. Los profesores que construyen escenarios de confianza con sus estudiantes alcanzan mejores aprendizajes. Y en general, las sociedades que fortalecen los vínculos de confianza entre gobernantes y gobernados alcanzan mejores resultados en sus indicadores de desarrollo.
¡Un gran reto!
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