Las palabras que titulan este artículo parecieran un error de digitación o un abuso con la correcta escritura. Pero son completamente deliberadas y parecieran el quejido de una niña inocente de apenas unos pocos años de edad, pero además están muy a propósito del objetivo que pretendo: provocar una reflexión a quienes habitamos de manera recurrente la escuela pública, principalmente a los maestros y directivos, pues al fin y al cabo somos los arquitectos del edificio pedagógico que ella ostenta y los obreros de su cultura de convivencia.
Son numerosos los ejercicios de comparación que se han hecho en Colombia sobre las diferencias, ventajas y desventajas que existen entre la escuela pública y la privada. La primera ha salido con un balance desfavorable frente a la segunda. Podríamos enumerar algunos factores que en el imaginario colectivo subyacen como diferenciadores: mayores tiempos, mejores espacios, mejor organización, mejor clima de convivencia, mejores maestros, mejores materiales, grupos más pequeños y, en consecuencia, mejores resultados. Debo aclarar que el hecho de citar estos factores diferenciadores no quiere decir que esté de acuerdo con ellos. Los menciono porque son los que se encuentran en una simple y desprevenida exploración.
No voy a abordar en esta oportunidad ni la discusión de calidad entre lo público y lo privado, ni tampoco si estos factores están siendo debidamente ponderados o no, sencillamente porque no es esa la reflexión que me inquieta en este momento, ni que deseo compartir en este espacio de opinión. Todo lo mencionado hace parte de lo conocido y lo anecdóticamente sabido. Sin embargo, lo que me llama poderosamente la atención lo encontré en un caso que me acaba de suceder y quiero compartirlo con usted, amigo lector, para que hagamos una reflexión crítica y propositiva sobre la causa que provoca mi angustia.
La semana pasada recibí a una señora que llegó con una niña que ha estudiado en un colegio privado desde preescolar, solicitando un cupo para grado séptimo. Serias dificultades económicas hacen que no tenga otra opción que pasarla a un colegio público. Literalmente, esas fueron las palabras de la señora: “No tengo otra opción”. El diálogo que sostuve con ella en presencia de la niña se encuentra rodeado de sentimientos de infortunio y de desesperanza. Tener que pasar a la niña a una escuela pública parecía ser la peor desgracia que estuvieran viviendo, incluso por encima de su precariedad económica. Al indagar un poco más sobre esos sentimientos, su respuesta fue lapidaria: “Profesor -me dijo-, la escuela pública en Colombia nos genera susto, miedo, terror”.
Dejo ahí la anécdota y su desenlace porque es esta sentencia la que provoca mi angustia, sencillamente por lo que ella implica, pero además porque jamás había hecho parte del inventario de esos que yo llamo factores diferenciadores. Y quiero manifestar mis inquietudes interrogativamente, pero a la vez con alguna carga de responsabilidad, para que ninguno de los actores de la escuela pública nos sintamos excluidos de la reflexión y, por qué no, de la responsabilidad que pudiéramos tener: ¿El sentimiento de la señora es aislado y muy particular, o podríamos decir que alguna porción de la población se puede sentir allí representada? ¿Los precios que muchas familias pagan en la educación privada son el costo por no vivir el terror de lo público? ¿Los maestros sienten los mismos temores y por eso educan a sus hijos en la escuela privada? ¿Cuáles podrían ser esos aspectos que generan miedos en la escuela pública y cómo los podríamos intervenir como expertos en pedagogía? ¿Es una utopía pensar que la relación de calidad entre la escuela pública y la escuela privada en básica y media se asemeja a lo que acontece con esa misma relación en la educación superior?
Ojalá la reflexión sobre estas inquietudes sean de buen provecho.
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