Maruja Vieira (1922) vio de niña el incendio de marzo de 1926 en Manizales desde el balcón de su casa, situada en diagonal a la bella iglesia de madera del parque Caldas, y vio llegar a su padre Joaquín y a su hermano Gilberto tiznados de humo al amanecer, después de luchar con otros habitantes de la ciudad para apagar el fuego y salvar documentos de las oficinas públicas como la Gobernación o la Industria Licorera de Caldas.
Guarda el recuerdo del crepitar de las llamas en la noche, los estallidos y las chispas que sobrevolaban sobre los techos que se desplomaban. Desde temprano quedaron en su memoria los signos de la catástrofe que conmocionó a la ciudad y la cambió para siempre, al ser reconstruida luego con nuevos edificios y palacios y una enorme Catedral diseñada en París por el director de la prestigiosa escuela de Bellas Artes. La niña nunca olvidó los estragos del fuego que se insinuaba en la noche en aquella cumbre de los Andes que solía estar cubierta por la niebla.
También recuerda que viajó varias veces en el viejo Cable construido como proeza en la región, cuando por allí se transportaban a varios puntos cardinales del departamento miles y miles de toneladas de mercaderías, productos agrícolas y hasta pasajeros que se aventuraban a flotar sobre montañas, precipicios, cumbres, ríos y peligrosos cañones. Esos viajes los realizaba con su padre Joaquín Vieira, quien era gerente de la Industria Licorera de Caldas.
Además del incendio, Maruja Vieira recuerda un percance vivido en las alturas, cuando se vieron obligados a permanecer media hora atrapados en la cabina del cable azotada por la ventisca. Su adorada madre, a la que canta tantas veces en su obra poética, se enteró del suceso y prohibió para siempre arriesgar a la niña en esos viajes. Poco después ocurrió un accidente trágico con pasajeros y la empresa suspendió esas aventuras con seres humanos.
La niña ya desde entonces vivía en el mundo ensoñador y rebelde de los poetas, como lo prueban los problemas vividos en el Liceo Femenino de Manizales, a donde ingresó ya sabiendo leer en 1928. Mala para costura, aritmética y dibujo, la nueva alumna, según ella "un desastre total", fue salvada y reconocida por la maestra Claudina Múnera, quien se dio cuenta que su destino sería leer y soñar con Sinbad el Marino y el Ave Roc. Exonerada de costura, la ponían a leer cuentos a sus compañeras.
"Dejemos que lea sus libros y su mundo. A alguna parte llegará", le dijo Claudina Múnera a su preocupado padre. En un texto de homenaje a esa maestra, Maruja Vieira dice que "era morena, seria y profunda. Sus ropas monásticas, su voz tranquila, sus manos delgadas encerraban un caudal de ternura que trascienden los años y tiende a caer, en luz de llanto, sobre las ya envejecidas mejillas de la alumna".
Luego la poeta nos cuenta la partida de Manizales y el viaje a la capital, a donde continuaría sus estudios, a través de la memoria dolida del gato negro que se queda y poco a poco nos va introduciendo en su mundo con la misma pericia de la relatora Sherezada en Las mil y una noches. Lejano campanario de sol bajo la lluvia, Los muros y el recuerdo, Lo que más duele de tu ausencia, Tiempo definido y Palabras de la ausencia, son algunos de los magníficos poemas incluidos en Una ventana al atardecer, libro recién publicado en Manizales en la colección Libros al Aire.
Maruja Viera es la gran poeta colombiana de la misma generación de Fernando Charry Lara, Álvaro Mutis, Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y Los Cuadernícolas, entre otros del siglo XX. Ha publicado a lo largo de su fructífera vida casi centenaria libros como Campanario de lluvia (1947), Palabras de la ausencia (1953), Mis propias palabras (1986) y Tiempo de la memoria (2010), que pueden encontrarse en la red y a veces en las librerías de viejo.
La poeta nos lleva de viaje a Popayán, Londres, Pisa, Ávila, los campos de Castilla y en el segmento que da título al volumen, nos habla en cortos poemas que son instantes y destellos, del amanecer, la mañana, la lluvia, la vejez, el tiempo y el misterio de los años, porque "estamos descaradamente vivos", como dice en un lúcido poema a su hija, la también escritora Ana Mercedes Vivas.
Deuda especial tiene Maruja con su hermano mayor Gilberto Vieira White, quien desde temprano vivió rodeado de libros y cuya enorme y fabulosa biblioteca bogotana fue descrita por su biógrafo José Luis Díaz Granados, ya que él le dio a leer a ella libros claves como la poesía del colombiano Porfirio Barba Jacob, que leyó en 1937 cuando tenía solo 15 años. Un poema da testimonio de ese momento epifánico de encuentro filial a través de los libros.
Maruja Vieira es y ha sido sin duda uno de los pilares básicos de la cultura colombiana del último siglo. Su existencia y su poesía mantienen en pie los muros de la casa común atacada por todos los males y catástrofes.
Cuando uno tiene la fortuna de llegar a su casa en Bogotá alguna tarde de lluvia para conversar con ella sobre la vida y el tiempo, entiende que con su fuego vital, su elegante modestia, su lucidez y la poesía clara y diáfana que escribe, logra conjurar los maleficios que aquejan al país donde nació y donde ha vivido. Cuando niña no era buena en la clase de costura, pero con sus palabras teje día a día el país que soñamos.
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