A diario somos testigos de las burlas a la justicia. Ese desgastante proceso de engañar a los que la administran, elegidos en concursos de méritos, en los cuales está bien determinado solo acceden los mejores, no puede quedar impune.
Cuando alguien engaña a un funcionario judicial consciente y libremente, sin disculpa que sirva para atenuar el engaño, se configuran delitos de la más variada índole y gravedad, que deben ser castigados. Y lo deben ser, porque burlar o hacerle trampas al andamiaje de la parábola judicial no puede pasar impune, solo por creer tener todas las artimañas y montajes, con las que los funcionarios judiciales son utilizados sin decoro alguno con trampas y con cinismo, en el intento de obtener ganancias deshonrosas en lo que bien llamarán un día “bonna fides”, cuando la decencia y las buenas costumbres no estaban desligadas de la buena fe.
La Corte Constitucional dicta con carácter definitivo, incontrovertible e inmutable, la sentencia C-1194/08. Se basa en la jurisprudencia que ha definido el principio de la buena fe como aquel que exige a los particulares y a las autoridades públicas ajustar sus comportamientos a una conducta honesta, leal y conforme a las actuaciones que podría esperarse de una “persona correcta” (vir bonus). Así, la buena fe presupone la existencia de relaciones recíprocas con trascendencia jurídica, y se refiere a la “confianza, seguridad y credibilidad que otorga la palabra dada”.
“La Corte ha señalado que la buena fe es un principio … que se presume y conforme con este (i) las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deben estar gobernadas por el principio de buena fe y; (ii) ella se presume en las actuaciones que los particulares adelanten ante las autoridades públicas, es decir en las relaciones jurídico administrativas, pero dicha presunción solamente se desvirtúa con los mecanismos consagrados por el ordenamiento jurídico vigente, luego es simplemente legal y por tanto admite prueba en contrario”.
Opuesto a este, pero para complementarlo en la jurisprudencia está su contraria: “La mala fe”. Esa actuación en la que se presume y quedan demostrados a posteriori la falsedad, la trampa, el engaño como actos conscientes, voluntarios, bien pensados, estructurados, que son llevados a ejecución para engañar a la justicia, desgastándola y burlándola, con cinismo e irreverencia, llegando a límites en los cuales, se cometen delitos y abominaciones. La justicia no puede estar al servicio de los que defraudándola y estafándola creen poder utilizarla para obtener beneficios indignos que no les corresponden. Eso lo hacen por creer que porque los jueces no sean expertos en los temas denunciados, pueden burlarse de ellos.
“La buena fe supone la persuasión de no haber habido fraude ni otro vicio en el acto. Un justo error en materia de hecho, no se opone a la buena fe. Pero el error, en materia de derecho, constituye una presunción de mala fe, que no admite prueba en contrario”.
Reconocer una falsedad en una denuncia, cuando han pasado años del acontecimiento, y mucho tiempo desde que se instaura una demanda, es un delito en el que posiblemente hay engaño, estafa, fraude, falso testimonio y fraude procesal. Además, fraude a una EPS. Eso sin contar con los daños causados al demandado, económicos y morales irreparables por cuenta de inescrupulosos, que en justicia tienen que resarcir. Para esos delitos está la justicia penal, que implacable debe dejar caer el peso de su mazo o mallete.
El mallete, arma de Thor y de Hércules, es símbolo de la autoridad suprema desde la más lejana antigüedad. Se utiliza en las ceremonias judiciales para iniciarlas o concluirlas.
Seguiremos con el tema. No olvidaremos el Síndrome de Juan Gago, que si estuviera basado en evidencia y con todos los rigores de la ciencia, sería un descubrimiento tan importante como el de la vacuna contra el papiloma humano.
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