El salto de Aída Merlano desde un consultorio odontológico, posterior a una muy expresiva despedida del odontólogo que supuestamente la trataba, de sus hijos y de alguien que le tenía la mano, es una acrobacia solo realizable en este país en el que no se cumplen las leyes, hay presos de distintas categorías, violando con ello la Constitución.
En efecto, la misma dice “Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica.”
Pero ese salto de rana, colgada de una cinta rojiza, acolchonada previamente para poder recibir en sus nalgas el peso de la caída, protegiéndola para que en la misma no corriera el riesgo de que se le torciera el recto, es una demostración del estado de postración al que hemos llegado ante planes bien elaborados, que cuentan con la complicidad de conocidos, familiares y amigos; la falta absoluta de acción de los encargados de cuidarla, los del Inpec, que no aparecieron por parte alguna.
Ante la mirada atónita de los desprevenidos transeúntes, se levantó y ocupó la parrilla de una moto que la estaba esperando, para hacer el mandado al estilo rapi, porque como dicen: “Rappi llegó para cambiarte la vida”. Y se fue, sin dársele nada, sin que alguna autoridad la detuviera; sin problemas para perderse entre los laberintos de Bogotá, para llegar al lugar donde le tenían preparado el recibimiento, para después desaparecerla por arte de magia, sin que eso produzca una oleada de vergüenza, ante la fragilidad de nuestras instituciones, pero sobre todo ante la facilidad con la que burlan la justicia los que por algún acaso han llegado a posiciones de poder.
Para acabar de completar la comedia más ridícula que puede mostrar nuestro país, no faltó que su hija fuera detenida para demostrar la capacidad de reacción de nuestros entes de seguridad, en un espectáculo que no solo ha sido el hazmerreir en el mundo, sino que demuestra la falta de solidez que tenemos en el terreno jurídico en Colombia, país en el que los que la deben no la pagan; los que la pagan, muchas veces no la deben, engañados por estafadores, expertos en fraudes, personas sin escrúpulos y sin valores, para las que todo da lo mismo, convencidos como están, no con poca razón, de que no les pasará nada, porque vivimos en un reino de impunidad que produce vergüenza.
Ese episodio, solo pensable acá, es la reedición de nuestra acostumbrada cultura del “vivo”, el malicioso, el que engaña y se pierde sin vergüenza, en una nación en la que las cárceles son uno de los más fétidos pozos sépticos que tenemos, con corrupción sin par, con tolerancia a la trampa, con un inexplicable desprecio por la justicia real, de la que están encargados los centros penitenciarios.
Falta saber cuál fue el motivo que la llevó a hacer semejante malabarismo. ¿Se está beneficiando ella? ¿Lo hizo presionada por los que podían ser puestos en la picota pública si los delataba? ¿Quién orquestó semejante comedia bufa? ¿Serían los que dependen de su silencio para no quedar acorralados por la justicia? ¿Se somete a ese novelón para gozar de libertad, aún a costa de poner a su familia en el paredón, de los que ahora se dan golpes de pecho y dicen que actuarán con el mayor rigor?
El cuento de esa mujer indigna, una emergente que subió los escalones de la política al lado de parte de lo más corrupto que tenemos en Colombia, los políticos de la costa, está mal contado. Tendremos que esperar para saber qué se esconde detrás de ese acto, para entender el qué, el quién, el cómo, el por qué, esa mujer se arrojó, como alternativa para esconder algo que no quiere que sepamos, o para evitar que los que la tienen como conocedora de sus fechorías terminen matándola, sin que les importe un culo, el culo que puso en riesgo.
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