Sabemos que después de la tempestad viene la calma. Es un principio de sabiduría popular que nos dice claramente, que en la vida, siempre, a todo ciclo de dificultades le sigue una época de tranquilidad y de equilibrio, en el cual todo mejora, en el que todo parece marchar bien, sin dificultades, con avances y conquistas, con logros y realizaciones, con mejoría de todos los estados que hace parte del cotidiano y en el que vivimos tiempos de sosiego.
Pero olvidamos que todo ciclo tiene su fin. Y esa no es la excepción. Entonces nos enfrentamos a situaciones en las que todo parece comenzar a estar alterado. Se viven momentos menos tranquilos, se ven las dificultades y se avizora desesperanza; se hace evidente la llegada de la dificultad y la tensión. Eso pasa a todos los niveles. Es una realidad ineludible que enfrentamos sin darnos cuenta, en la que hacemos esfuerzos para no perder el control, ni entrar en la desesperanza, que contagiosa, se disemina por todas partes.
Pero a pesar de que lo vivimos, lo experimentamos, lo comprobamos en el día a día, a nadie parece importarle. Es no querer reconocer que la consecuencia lógica, convencidos de que como después de la tempestad viene la calma, vivimos sin aprovechar esta para tomar provisión y previsión que nos preparare para los momentos de dificultad; esos en los que después de la calma, viene la tempestad.
Las tempestades suelen ser cada vez más intensas, en un mundo en el que se adueñó y merodean campantes el culto a la superficialidad, el desprecio absoluto por la legalidad, la devoción reverencial a la improvisación. Ese modo de vivir en el que que dejamos de ser dueños de nuestras decisiones y las entregamos al azar, las regalamos para su manejo a manos sin escrúpulos, en personas y sociedades donde ser honesto es una bagatela despreciada por muchos más de los que creemos; la falta de ética es el modo de operar de los que tienen mal ganado el poder de decisiones que afectan a toda una comunidad, a una sociedad, a una nación.
Hoy el mundo vive convulsionado. Es el imperio del desorden y el caos, al que estamos expuestos a diario con situaciones creadas por el ser humano que cuando tiene poder, se despreocupa del cumplimiento de la voluntad popular, para dar paso a ejecutorias movidas por intereses particulares o de grupos, empecinados en aprovechar el caos y la dificultad, para hacerse a lucros y fortunas indignas, salidas de la desigualdad, el empobrecimiento de mayorías, la falta de control y castigo para los malversadores de lo público, que lo despilfarran produciendo más pobreza, más caos.
Los carteles de la corrupción, que han permeado todos los escenarios de la vida, hacen su agosto en noviembre y se ríen a carcajadas de los ilusos que todavía se esperanzan en la justicia, la redistribución equitativa, la igualdad de oportunidades, el aprovechamiento de las reservas naturales para los pobladores de las regiones en las que están. Destruyen los ecosistemas, arrasan la naturaleza, violan la tierra sin ruborizarse y se aprovechan de los menos favorecidos para conseguir sus fines perversos.
La riqueza se acrecienta en pocas manos. En Colombia, distinto a otros países, la población sumisa sufre las consecuencias, los que nos gobiernan exprimen la naranja para establecer una economía de desigualdad inaceptable. El que la hace no la paga y el que la paga generalmente no la hizo. La política convertida en una burla con la que se pauperizan pueblos enteros, se roban el presupuesto sin que a alguien le importe.
Tenemos muchas leyes, pero muy poco respeto por ellas. Vivimos en el edén de los corruptos y ellos viven en el reino del “nunca jamás”, volviendo añicos la institucionalidad y la justicia social.
Razón tenía quien afirmó: “O cambiamos o nos cambian”. Tenemos que salir de este letargo de indiferencia, para comenzar a comportarnos como una sociedad que sea dueña de su destino y creadora de su futuro.
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