En la recomendación que el filósofo Rubén Sierra Mejía hizo de mi libro Herejías, objeta en parte con razón: “la generalización, arbitraria a mi modo de ver, de predilecciones personales como si fuesen tendencias de su generación”. Aun así, con las diferencias de vocación, matices, estaciones, en la religión del pensamiento los de la generación de los sesentas y setentas, recibimos un bautizo escolástico que de la mano de Aristóteles y Santo Tomás, nos concedió la gracia de aprender lógica y entender el principio de contradicción. En la primera comunión, conscientes con Ortega de las circunstancias y de la gente, en medio de ideas y creencias nos dio ese sentimiento trágico del hambre de inmortalidad unamuniano, pero el tema de nuestro tiempo fue la confirmación de que existíamos, pensábamos y vivíamos y que la misión de la universidad sería separar el tríptico conflicto de ser político, o filósofo o humanista, y elegimos el conocimiento con el fáustico riesgo de perder el alma.
El elegir fue la cuestión que nos planteó el existencialismo y entre el ser y la nada, tras los caminos de la libertad, la náusea de vernos extraños, al borde de la caída con temor y temblor en la angustia, era o lo uno o lo otro, y con muchas más migajas filosóficas, a pesar de contemplar desolados la enfermedad mortal de los hombres contra lo humano, seguimos a Marcel con el homo viator en su metafísica de la esperanza. Para el hombre problemático que éramos, se hizo imposible cualquier orden en la apertura del conocer, mas en el paso por la Universidad Libre de Gerardo Molina y Montaña Cuellar nos topamos con el marxismo filosófico y el de máximas, con el curso sobre El Capital de Hernando Llanos y con la palabra viva del padre Camilo al que escuchamos, con el que hablamos y mirando hacia abajo aterrizamos la esperanza para volverla principio con Ernst Bloch y pensar en la utopía de lo que todavía no es.
Desde que bachilleres registrábamos la biblioteca del doctor Guillermo Arcila, y seguíamos con minuciosidad de primíparos en las de Derecho y central de la de Caldas, la búsqueda de las obras del fundador del psicoanálisis y desentrañarlas algo, nos indujo a un grupo a leer en serio a Sigmund Freud y también a los otros que se imponían, Jung, Adler, From, al que nuestra amistad con su discípulo Pepe Gutiérrez, nos hizo percibir esa necesidad de seguridad del individuo en el ansia de sumisión y el apetito de poder, que el miedo a la libertad no le resuelve el dilema de ser o tener, sino que lo disuelve en la sociedad de consumo.
Convertida esta columna en diván, con la confesión de tentaciones, acumulados y deslices, quedamos dispuestos para el matrimonio, pero el marxismo lo exigía indisoluble en esos años, por lo que de la síntesis que con el psicoanálisis pretendió W. Reich, nos vino en auxilio la escuela de Frankfurt, que con el estructuralismo, nos abrieron puertas a la sociología y a todas las antropologías. En sus distintas capillas podíamos divorciarnos, separarnos, discurrir, entrar y salir del brazo de Marcuse, el anti-iglesia sacralizado en la revolución estudiantil del 68, que nos advierte de la enajenación proveniente de la sumisión, y de los de otros, más recurridos y amados, colgarnos de los de Adorno, de su pensamiento crítico y de la búsqueda inacabada de la verdad. De cómo mediante el derecho positivo con la apariencia del bien, se mantiene incesante la injusticia y la capacidad destructiva del poder con la consecuente confusión de la conciencias y con Habermas afirmar que solo el empleo de criterios suprapositivos permite la integración de los principios con las normas, acorde a la comprensión de un propósito.
De estas concepciones del mundo, en las que la lectura de los textos, según Gadamer, “involucra una fusión de horizontes”, recibimos la unción en la liturgia del espíritu. Con las asociaciones, cuya conexión estableció Aristóteles, que nos vienen estimuladas en la renovada lectura de Montaigne cuando se deforman nuestras ideas con las propias deformaciones de quien la hace.
La cadena asociativa pretendía llevarnos a la estructura del arribismo y por los puentes que tendió Lacan, a las transferencias y a los espejos. No nos alcanzó el espacio, pero de la trasferencia de la que Freud insiste en que es repetición, a la detallada de Charles Rycroft en su diccionario crítico, es preferible la que nos envió desde Asheville el médico Jaime Cuartas: “En ella se transfiere lo inaceptable o absurdo que uno lleva dentro, a otra persona, atribuyéndole sus propias limitaciones y sus propios errores.” Y el estadio del Espejo, fue lo primero que Lacan aportó al psicoanálisis, partiendo “de la inversión producida en la simetría con relación a un plano”, y que lo especular remite “a una semiología que va desde la más sutil despersonalización hasta la alucinación del doble”.
Recordé que en la visita que hice al escritor Abelardo Castillo en Buenos Aires, un periodista que allí estaba escuchándole, quiso resumirle lo expuesto interpretándolo al revés, desfigurándolo, y el maestro incómodo lo interrumpió: “calláte ché, no digás pavadas”
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015