Mi padre, que por paradoja se llamaba Buenaventura, murió cuando por error o impericia volcó su campero cuando viajaba hacia Manizales, en la vía que conduce a Anserma, unos metros adelante de la entrada a Guática. Viajeros que vieron el accidente le subieron a la carretera ya muerto, alguien le reconoció y otros más le llevaron a Riosucio en donde era reconocido como comerciante y diputado, hasta allí llegaron sus hermanos y lo condujeron a Supía, de donde somos oriundos, mi padre había recibido por esos días el agradecimiento de sus gentes por haber logrado en su condición de diputado la aprobación del “Instituto Supía”. Allí nos reunimos, le velamos toda la noche y al día siguiente lo enterramos, un 24 de octubre con unas honras fúnebres presididas por el padre Lázaro Álvarez. Le acompañaron los habitantes de su pueblo, los niños de la escuela y jóvenes del colegio. César Montoya Ocampo y Armando Morales Benítez en representación de la Asamblea y Niceas Trejos Betancur del Partido Conservador. Allí mismo acompañé a mis abuelos, tíos y primos en sus funerales, siempre la misma solemnidad y recogimiento. Finalmente, mis hermanos y yo llevamos las cenizas de mi madre Edelmira, fallecida un 16 de diciembre en Manizales, para hacerle compañía a mi padre en su última morada y en el funeral recibimos el sentido pésame del pueblo, que conoció la entrega y dedicación con la que ella asumió el manejo de “la tienda” para permitir que sus hijos estudiaran.
Esta misma o parecida celebración la he vivido en los funerales de mis amigos, muchos, (menciono unos: Guillermo Buriticá R, Gabriel Trejos E, Carlos A. Arias Arango, Diego López T, Álvaro Gómez M, Ariel Ortiz C y Efraín Zuluaga Q). Ellos ciertamente no estaban, pero el acompañamiento de sus despojos mortales era una refrendación de lo que ellos fueron y una señal de que aún permanecen en nuestros corazones. Escribo en primera persona, pero lo dicho es una descripción del respeto y cariño con los que los colombianos despedimos un ser querido y como arropamos a parientes y amigos.
Asistí también con muchos de los nombrados atrás a los funerales de Fanny González Franco, nacida en Pensilvania, y primera mujer magistrada de la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia, muerta en la toma del Palacio de Justicia. Humberto De La Calle, quien acompañó los restos mortales de la Dra. Fanny a Manizales relata: “El patetismo extremo de esta experiencia, se resume en esto: al recibir el ataúd, la ligereza del mismo patentizaba con horror que apenas sí portaba un puñado de cenizas. La infinita crueldad del destino escogió la víctima más ajena, más alejada de la violencia, más dulce, más servicial, más apasionada por el servicio a la comunidad”. A sus exequias cumplidas en la Catedral Basílica acudieron las autoridades, la rama judicial y el pueblo a rendirle tributo a sus cenizas. Así mismo, cada 6 de noviembre representantes de la rama judicial y sus amigos acudimos al campo santo a dejarle una ofrenda floral en su tumba, hace poco se confirmó que allí no están sus cenizas. No importa, eso se sabía, ella ya no está, se trata de rendirle honor a lo que ella fue y significó para nosotros.
Vivimos tiempos de pandemia. Cuando alguien se contagia debe aislarse, a veces en casa y su familia le acompaña de lejos. Si ingresa a la UCI los familiares no tienen ocasión de estar con él y solo lo vuelven a ver si sana, en cuyo caso se lo devuelven entre aplausos para él y para el personal sanitario. Si no se recupera no lo vuelven a ver ni muerto. En muchas partes los cadáveres se arruman o se guardan en habitáculos de congelamiento y luego se entregan para ser sepultados sin ceremonia, cuando no, como ha ocurrido en países vecinos. Qué dolor y qué pena cuando perdemos nuestra individualidad y pasamos a ser solo una cifra. La muerte nos acompaña desde el nacimiento y no escoge entre hombres o mujeres, pero se ensaña en los más expuestos o débiles entre los que se incluyen los ancianos. Cuando individualizamos decimos que pasó a mejor vida y le acompañamos; cuando es en masa son restos que se apartan porque infectan. En algún momento dije que estaba listo, pero no como víctima de una pandemia que destruya mi individualidad. Ojalá que pueda despedirme, o al menos que puedan despedirme. Tengo la suerte de creer en otra vida, allí estarán los seres queridos que me han precedido.
Somos efímeros, lo sabemos y, sin embargo, nos dicen: No salgas, no te aglomeres y muchos lo hacen, nada justifica que, advertidos, vayamos a buscar la muerte.
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