En el año 1976, llegué por asuntos laborales a vivir al Departamento del Chocó. Aspectos misionales en la Caja Agraria, me permitían viajar a lo largo y ancho de esta desconocida pero maravillosa región; de cerca percibí la situación interna y externa que hace a esta zona pródiga en recursos naturales. En su riqueza hídrica se destacan sus tres grandes ríos, el Atrato, el San Juan y el Baudó y está bañado por los océanos Atlántico y Pacífico. Con sus riquezas de oro, platino, cobre y maderas preciosas, nutre los mercados nacionales y extranjeros, al igual con su diversidad de pesca abundante, especialmente en la costa chocoana del Pacífico.
Por esa época, hace 46 años, era una región habitada por indígenas Embera y Cunas, afrodescendientes y un grupo de colonos antioqueños y caribeños buscando alternativas de vida. Había paz y tranquilidad a pesar de la adversidad, las comunidades vivían con carencia de muchas cosas para satisfacer su vida, pero tenían paz y respeto por los demás. Nunca se imaginaron estos pobladores que su tierra la convertirían en el campo de batalla, donde se mueven los principales motivos del conflicto armado nacional.
Pobreza, miseria y abandono total, tierras de nadie. La mejor red de vías acuáticas que comunican todas las regiones del Chocó y dos extensas costas, facilitan el tráfico de armas, narcóticos, precursores y hacen de esta región un sitio propicio para que bandas de delincuentes impongan su ley, la ley del miedo y del silencio, desplazando comunidades campesinas asentadas en las orillas de los afluentes de los grandes ríos, donde llegaron años atrás a sembrar cultivos de pancoger y ahora forzados por paramilitares y guerrilla, se dedican a la siembra de cultivos ilícitos para no tener que abandonar la parcela, su único patrimonio, convirtiéndose de esta manera en infractores de la Ley.
Las carencias y el abandono estatal aún persisten. Pobreza extrema, salud deficitaria y educación en niveles muy bajos, desempleo y falta de oportunidades, todo esto sin modificación alguna, pero con un ingrediente más, la inseguridad producto de la presencia de actores armados que luchan por el dominio estratégico, cultivos ilícitos, tráfico de armas y de personas, narcotráfico y reclutamiento forzado. Esto está originando una crisis humanitaria de dimensiones insospechadas, donde los estragos mayores los sufren las comunidades indígenas y negras, ajenas a su desdicha y con la desesperanza dejada por las promesas incumplidas de gobiernos y funcionarios de turno, quienes llegan con un discurso, para no volver. Ancianos y niños vulnerables por el hambre y las enfermedades, se mueren ante la incapacidad de recibir atención oportuna.
La corrupción ha tenido su contribución en la suerte de este Departamento, la representación política es mínima y el reconocimiento de sus parlamentarios por el Gobierno Central, es insignificante; es un territorio olvidado donde pareciera que sus habitantes no dependen de Colombia.
Esta esquina de nuestra nación se ha convertido en un foco de conflicto; la frontera con Panamá nos da una compleja relación de vecindad que actúa de doble vía. Allí se deben manejar con diplomacia y cooperación, los temas donde los connacionales se vean involucrados; la comunidad internacional es muy sensible a la situación vivida por los indígenas en zonas de conflicto y nuestro país ya tiene anotaciones en los registros de los organismos multilaterales que vigilan la violación de los derechos humanos. Drogas, armas, precursores, desplazamiento forzado, masacres, minería ilegal y violencia, son una bomba molotov difícil de reciclar en cualquier caldero, pues los analistas confirman el peligro que sobre el Chocó existe y los colombianos estamos entretenidos mirando hacia Venezuela, cuando en otra de las fronteras, crece exponencialmente un problema de grandes dimensiones.
Nos acostumbramos a las cosas lindas de esta región, como las playas de Capurganá y el avistamiento de las ballenas jorobadas en la ensenada de Utría, las maderas de algarrobo, cedro, sande y bálsamo, explotadas y enviadas para la China; el chontaduro, el borojó, el producto de la pesca artesanal, el oro barequeado por las mulatas y moldeado por ancestrales joyeros; el folclor y el talento musical de los artistas de Quibdó, trasciende fronteras, pero desconocemos los problemas gravísimos producto de la indiferencia del resto de Colombia, de una región habitada por hermanos de una misma nación, cobijados con un destino diferente.
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