Con frecuencia vemos en temporadas de invierno o de intenso verano, el efecto sobre las regiones y los daños causados por estos fenómenos, en cultivos y animales de los campos colombianos. Año tras año estos fenómenos climáticos agudizan las condiciones deprimentes en las cuales vive un gran número de pobladores del campo, a pesar de ser los responsables de mantener el equilibrio nutricional de los hogares nacionales.
Aunque Colombia cuenta con 60 millones de hectáreas aptas para la agricultura, importa más de 17 millones de toneladas de alimentos, mientras hay indicadores que demuestran cómo podrían producirse, en una extensión aproximada de 5 millones de hectáreas.
Quién lo creyera; pero miremos estas cifras. Nuestro país importa para consumo de sus habitantes el 99% de los cereales, el 80% del maíz, el 50% del arroz, el 50 % de fríjol, arveja y lenteja. Se trae carne de res y cerdo de EEUU y Argentina; importamos casi la mitad de lo que comemos y si analizamos el valor del dólar, la conclusión es más evidente por el impacto en los precios de los productos de la canasta familiar, comprados en el exterior.
Esta tendencia alcista afecta productos nacionales que han adquirido precios de productos extranjeros, donde los beneficiarios no son los productores sino los intermediarios.
El acceso del hombre del campo a la tecnología es esquivo por la falta de asistencia técnica, costo de insumos y herramientas, áreas de cultivo y explotación inadecuadas, programas de mercadeo inexistentes, aislamiento de las zonas de producción de las centrales de acopio, costos excesivos en el transporte fluvial, marítimo, aéreo y terrestre.
A todo eso se le suma la severidad de las inundaciones, deslizamientos, desbordamiento de ríos y lagunas; vendavales, derrumbes, pérdida de vías, puentes, cosechas y daños a la infraestructura de servicios, donde esta existe, epidemias y toda clase de calamidades originadas por el desarraigo causado, por las inesperadas contingencias. Volver a la normalidad es de meses; mientras tanto la comunidad afectada se desplaza hacia otra región, trasladando sus necesidades o se queda aferrada a su tierra con la esperanza de alcanzar ayuda y recuperación incierta.
Observamos cómo a diario crecen exponencialmente los migrantes del campo hacia los cinturones de miseria de las grandes ciudades, gestando con su llegada todo tipo de problemas sociales. Son bombas de tiempo que aumentan sin control y sin posibilidades de retorno, al no aparecer en las regiones de origen soluciones y alternativas que respondan a la dignificación de las condiciones de sus antiguos moradores, donde los programas de gobierno sean diseñados para dichas comunidades, con contenido para remediar lo perdido y ofrecer alternativas de una mejor vida, con planes atractivos, viables y alcanzables.
El Estado está en mora de entregarle al campesino el estatus que merece. No podemos seguir viendo a los pobladores de la ruralidad como ciudadanos de segunda clase, desconociendo la importante labor que cumplen en beneficio del país.
Los gobiernos se concentran en atender lo urbano y citadino, seguramente por visible y representativo en el orden electoral, pero ignoran una fuerza silenciosa que acumula sentimientos y motivos a tener en cuenta, si queremos saldar la deuda histórica con nuestros antepasados y con quienes luchan desde su parcela por aportarle a Colombia, un mejor destino desde su humilde participación y perspectiva. Es urgente rescatar de manera integral, los niveles de vida de todas las comunidades que habitan nuestros diversos ecosistemas.
Recordemos cómo la paz es un ingrediente fundamental en la existencia de las comunidades, pero para lograr la dignificación de la población de nuestros campos, debe estar acompañada de indicadores de bienestar y calidad de vida.
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