Las sociedades tienen diferentes formas de organización para vivir y disponen como otorgar a los ciudadanos los mecanismos que deberían utilizar para cumplir con sus misiones personales. Las diferencias entre las sociedades pueden ser mínimas o mayores.
El centralismo, el federalismo y otras formas, enmarcadas en las libertades, determinan los mecanismos de existir y proceder de las sociedades. A ello se agrega si los poderes del Estado residen en distintas ramas y la manera de entrelazarse para complementarse, de acuerdo a sus constituciones, para quienes residan dentro de los límites de cada nación o en las distantes delegaciones diplomáticas.
En una sociedad que pretenda ser justa, la separación de poderes es vital para lograr el orden que debe imperar. Para Colombia, la enunciación constitucional de libertad y orden implica que son mandatos a los cuales no puede sustraerse nadie. Su ausencia implica opresión y caos, lo que ninguno con una mente sana desea.
No deben existir diferencias entre los poderes esenciales. La unidad de la nación como un ente es imperativa para las consideraciones internacionales independientemente de sus regímenes internos.
En Colombia se ha determinado, y no siempre logrado en la realidad, la independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Cuando se obtenga que cada repartición cumpla sin atenuantes con sus funciones sin entrometerse indebidamente en otras, utilizando mecanismos abiertos o disimulados, el país ganará en gobernabilidad y justicia y los ciudadanos podrán creer en libertad y orden.
Los colombianos esperan que el Congreso cumpla con sus funciones constitucionales y legales, así se debe exigir. No hay disculpas para que no se cumpla porque cada congresista se debe a toda la sociedad.
No hay tema vedado para el Congreso, puede allegar, analizar y decidir sobre todo aquello que le permita cumplir con sus ocho atribuciones y siete funciones.
A todo congresista le asiste el inalienable derecho de decidir en conciencia, salvo que acepte con anterioridad el sometimiento a lo que se ha denominado bancada, dependiente los de partidos políticos con vocería en el Congreso. La sociedad, en primera instancia, le ha otorgado esa potestad porque ha confiado en él. Otro aspecto muy distinto es la manera como se obtiene el escaño en la corporación legislativa.
Reconocer que pueden existir discrepancias entre los intereses de la sociedad y las decisiones del Congreso es elemental. Cuando esas diferencias se hacen intolerables o repetitivas, los ciudadanos tienen la palabra en la decisión electoral siguiente. El problema radica en que la palabrería se impone a la razón y los mecanismos para conseguir y otorgar un voto se han envilecido. Sin embargo, hay que acreditar la ética, en no pocos casos, de electores y elegidos.
Pero así como se respeta, aunque no se comparta, una decisión de un congresista, este tiene la obligación de guardar un mínimo de respeto por el significado del Congreso. Dentro está, ya no el comportamiento deprimente, como se ha visto recientemente, cuando en medio de una sesión y en uso de la palabra un legislador se revolotea una y otra vez. Pareciera que lo que dice es una nimiedad y que todo está decidido. Orden: cero. Libertad para argumentar: ¿Para qué?
El Congreso, por excelencia, es un recinto de debate de decisiones fundamentales sin límites, todo lo que atente contra esa prerrogativa es un baldón a la sociedad.
Se ha producido, casi que repetido, un fenómeno inaudito: La demostración de malicia, cierta o fingida, de la manera como se debe integrar el quórum, que no es otra cosa que estar dentro de los límites mínimos de asistencia para deliberar y decidir. Con esta inexactitud en la mecánica se incide en temas fundamentales, como acaba de suceder con las objeciones presidenciales a la ley sobre la Jurisdicción Especial para la Paz.
Y si fuera poco, la barahúnda que se desató alrededor de la aprobación en el Senado del Plan de Desarrollo. A la vuelta están las demandas.
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