En los cuerpos legislativos pasa de todo: trágico, cómico, absurdo, deshonesto, brillante, sabio… De esos “sagrados recintos de la democracia” han salido frases que en su momento produjeron asombro, hilaridad o enojo, pero han permanecido en el tiempo. A mediados del siglo XX fue citado al Congreso Nacional el ministro de Justicia de entonces, José Antonio Montalvo, quien era cojo de una pierna. Llegó tarde a la sesión, por lo que el presidente le llamó la atención. Entonces pronunció una frase que aún resuena en los estrados: “La Justicia cojea, pero llega”. Y en un escenario más elemental, el Concejo Municipal de Circasia (Quindío), por la misma época, los concejales eran los ciudadanos más cívicos y representativos, a quienes había que rogarles para que aceptaran la postulación. Los ediles ejercían el cargo ad honorem, porque el suyo era un servicio desinteresado a la comunidad. Por allá en los años 40 o 50 del siglo pasado eran concejales en el “pueblo libre”, por el partido liberal, don Bonifacio Naranjo y don Julio Quintero. En una sesión del cabildo ordenó el presidente: “Tiene la palabra el honorable concejal Julio Quintero”. Y éste replicó: “No, señor presidente, mejor que hable Bonifacio que es más metelón”. Quería decir: más elocuente, de verbo más fluido.
Y, volviendo al Congreso Nacional, en las turbulentas épocas del sectarismo bipartidista algunos congresistas asistían armados a las sesiones; y hubo balaceras en el emblemático Salón Elíptico (“Epiléptico”, lo llamó el columnista de El Espectador Alfonso Castillo Gómez). Incluso hubo muertos, por lo menos uno, que la memoria registra. Entonces la oposición hacía un severo control del manejo del Estado y las altas cortes ejercían “la majestad de la justicia”. La lealtad de los congresistas no tenía que comprarla el ejecutivo, ni los fallos de la justicia se vendían. Los ministros, especialmente de Obras Públicas, temblaban cuando un parlamentario, opositor del gobierno, tronaba “ministro contratista”, mientras hacía su entrada al recinto, llamado a rendir cuentas. Y persistía el congresista con saña hasta tumbarlo, para lo cual recogía documentos en notarías y oficinas públicas, a través de fieles investigadores de su cuerda política. Otros tiempos, otros estilos.
Hace algún tiempo se promulgó una ley que prohíbe a los funcionarios públicos intervenir en política. Que es como prohibirles a los ratones que coman queso, o a los perros que ladren. En épocas preelectorales, como la actual, se llenan las procuradurías de denuncias contra empleados públicos por participar en política y apoyar candidatos a gobernaciones, alcaldías, asambleas y concejos; asistir con ellos a eventos oficiales; y manifestar cualquier expresión o apoyo que los comprometa. Pero como “perro viejo late echado”, todos los empleados públicos tienen sus candidatos y, cada uno a su manera, les hacen campaña.
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