“Los hombres no quieren ser útiles, sino importantes”, dijo en su momento Churchill. Hoy, mi querido Winston, (perdone la confianza) es peor. Los hombres a los que usted alude solo quieren ser ricos, y ligerito, porque para eso se educan, en el hogar, en la escuela y en la universidad. Hay excepciones, claro, que confirman la regla, como enseña la lógica.
Dos cosas han envilecido las costumbres: la codicia y la insolidaridad. La primera, es la culpable de la desigualdad social, porque la riqueza se ubica en un pedacito de la cúspide de la pirámide humana; hacia abajo hay una cintura de clase media, que es más o menos ancha según la socio-política de los países; y la base, que es la más amplia, representa la pobreza, que las estadísticas categorizan desde la relativa hasta la absoluta. La segunda, la insolidaridad, se atenúa con la práctica de las Obras de Misericordia, que el cristianismo exhibe como soporte de una de las virtudes teologales: la Caridad, porque aún hay manifestaciones de prácticas caritativas que comprueban que la Esperanza es lo último que se pierde, apegada a la Fe, aunque ésta palidece, afectada por el materialismo rampante. Resulta paradójico que la solidaridad se practica más entre los pobres, que comparten pan, techo y cobija con sus semejantes, sin necesidad de reciprocidades, mientras que la caridad de los ricos es deducible de impuestos; da imagen, porque siempre es publicitada; y les genera votos a los políticos, que buscan el poder con migajas que dejan caer de la opulencia a los boquiabiertos electores, como en la figura evangélica.
Una escala de valores de reciente cuño, impulsada por el monetarismo, que promueve el ahorro por encima de la producción, para que crezcan los depósitos del sector financiero, fortaleciendo el poder de sus dueños o administradores, ha desviado los objetivos culturales y sociales de la economía, al punto que los banqueros han superado en mucho a industriales y comerciantes.
Poco a poco se han quedado con sus negocios, mediante jugarretas de las bolsas de valores y han sometido todos los sistemas a sus designios, incluidos los poderes del Estado. Peor aún, el poder financiero y su afán utilitarista pasan por encima de la ética profesional, imponiendo rentabilidad más que calidad. Casos recientes de puentes que se han caído y de edificios mal hechos que tienen que ser demolidos; de laboratorios farmacéuticos que especulan desvergonzadamente con sus productos; de medios de comunicación cuyos contenidos son controlados por los “cacaos”; y los servicios de salud desviados de los objetivos humanitarios hacia la especulación financiera, son ejemplos que se han vuelto “virales”, para usar el término de moda, que se refiere a lo que se riega como una epidemia.
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