Cada cierto tiempo se ventila el debate sobre la desigualdad social en Colombia, que es una de las más altas en el mundo. ¿En qué consiste? Muy sencillo: del Producto Interno Bruto, es decir, de los ingresos totales que genera el país, un porcentaje lo recibe el Estado, para financiar su funcionamiento e invertir en desarrollo, como infraestructura vial, tecnología, explotación de recursos naturales, empresas industriales y comerciales, especialmente de servicios; operaciones monetarias y comercio exterior; y en la protección de los sectores sociales más vulnerables, garantizándoles lo básico para una supervivencia digna. Otra jugosa tajada se queda en manos del sector productivo, de la intermediación comercial y de la especulación financiera. Esta última cada vez más agresiva y poderosa. El resto son pequeños negocios y la economía del rebusque, que las estadísticas identifican eufemísticamente como “economía informal”. Incrustado entre esos tres (gobierno, empresarios e informales) hay un monstruo difícil de cuantificar pero altamente costoso: la corrupción, que se echa al bolsillo de unos pocos “aviones” de estrato alto valores que bien manejados podrían equilibrar los niveles económicos, culturales y sociales de la población, para reducir la desigualdad.
Sin embargo, analistas socio-económicos y académicos, funcionarios de la cúspide económica del Gobierno, dirigentes gremiales y poderosos empresarios atribuyen la falta de recursos para la inversión social al que consideran elevado salario mínimo, por encima de economías similares en el vecindario latinoamericano; al sistema pensional, que califican de proteccionista; a la limitada explotación minera, por atender protestas de ambientalistas; y a la escasa producción agrícola, que tiene que compensarse con importaciones. Nada dicen, sin embargo, de las trampas que se les hacen a los salarios en amplios sectores productivos; de los injustos subsidios a las pensiones más elevadas, de las que disfrutan altos ejecutivos, parlamentarios, magistrados de la cúpula judicial y las élites burocráticas, que son intocables, porque son los mismos beneficiarios los llamados a eliminarlos; del daño que se les hacen a las fuentes de agua, que se envenenan o se eliminan, detrás de percibir regalías que resultan agridulces: más agrias que dulces; y de la concentración de la tierra en manos de latifundistas que consideran la agricultura un negocio de pobres y prefieren la ganadería extensiva. Además, la violencia ha desplazado a los campesinos que producían comida y desarraigado a los jóvenes del campo, para que se minimice la producción de alimentos; o ha obligado a los campesinos a vender sus tierras a menosprecio, cuando no es que se las han arrebatado, para que aparezcan después tituladas a terratenientes, a quienes su vocera en el Congreso llama “tenedores de buena fe”.
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