El pasado sábado falleció en Manizales, víctima de un infarto fulminante, a la edad de setenta y dos años, el pintor Rubén Darío Ocampo. La noticia nos llegó de sorpresa. El artista nacido en La Merced, pero criado en Aranzazu, gozaba de buena salud. Por lo tanto, para sus amigos su muerte fue, como dijo el poeta español Miguel Hernández, “Un manotazo duro/, un golpe helado/, un hachazo invisible/”. Salvo los calambres que a veces le daban en las manos, no tenía ningún problema que hiciera pensar en que podría morirse de repente. Rubén Darío respiraba vitalidad y, sobre todo, deseos de vivir. La parca lo visitó en la madrugada, mientras dormía. Lo que quiere decir que no la sintió llegar. La muerte le llegó cuando todavía podía esperarse mucho de él como artista.
Hijo del caricaturista Bernardo Ocampo García, había nacido el 16 de septiembre de 1947. Cuando contaba apenas con un año de edad su familia se trasladó a vivir a Aranzazu, debido a que su padre fue nombrado maestro de la Escuela Manuel Gutiérrez Robledo. En este plantel cursó los estudios primarios. El bachillerato lo realizó hasta cuarto en el Colegio Pío XI, pasando luego al Colegio Pío XII, de Salamina. En la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, en Bogotá, estudió pintura. Se inició como dibujante en una agencia de publicidad. La vena artística la heredó de su padre. Sin embargo, superó a su maestro en la sutileza de la forma y en el manejo del color. Mientras el papá se regodeaba haciendo retratos al carboncillo, el hijo se dedicaba a trabajar el óleo sobre lienzo.
Aunque en sus primeros años realizó exposiciones individuales y colectivas, a Rubén Darío Ocampo le interesó poco colgar sus cuadros en las paredes de una galería. Por allá a comienzos de la década del setenta, sorprendido con lo que había hecho Pablo Picasso en España, se dedicó a pintar cuadros donde el tema recurrente fue la tauromaquia. Para comercializarlos, recorrió las ciudades de Colombia donde la fiesta brava era una tradición cultural. Estuvo en Cartagena, Cali, Medellín y Manizales. Pedía permiso en los hoteles donde se hospedaban los amantes del toreo, y colgaba sus cuadros a la vista de aficionados, empresarios y toreros. Vendía todos los cuadros que exhibía. La gente admiraba la calidad de sus pinturas, y quería tenerlas.
Rubén Darío Ocampo encontró en la técnica muralista su propia forma de expresión artística. En este sentido, realizó trabajos que muestran a un pintor de extraordinarias dimensiones creativas. Fue el restaurador del hermoso mural que engalana el salón de actos del Instituto Universitario de Caldas, en Manizales, obra del maestro Sandy Arcila. Allí pintó, además, dos hermosos murales laterales que complementan el trabajo realizado por Arcila. Ahí demostró su talento como muralista. En sus manos el mural cobró nueva vida. La pintura tomó una expresión de autenticidad, como si hubiera sido el mismo Sandy Arcila quien realizó el trabajo de restauración. La historia de la ciudad que la obra enseña conservó su esencia. No se tomó licencia para cambiar la idea del autor.
El mural que Rubén Darío Ocampo pintó en el parque de Aranzazu es una obra que perdura no solo por la belleza de sus figuras sino por el mensaje que la obra expresa. Interpreta el pasado histórico del municipio. El mural es una poesía en pintura. Los colores, la claridad, la luz, las texturas, muestran un artista completo, que sabe expresar con la magia de su paleta el sentido de la vida. Lo mismo puede decirse del mural que pintó en el Hogar Santa Catalina, también en Aranzazu. La poesía se expresa en las figuras pintadas. El artista pinta el mundo que lo rodea, llenando de vida el espacio donde plasma su obra. La mano del pintor les da fuerza expresiva, les proporciona vida, les imprime un aliento poético. Son obras que, al observarlas, transmiten cierta paz interior.
Rubén Darío Ocampo venía trabajando en una serie de cuadros donde volvía a la majestad de la naturaleza para expresar su admiración por el paisaje. Como no lo hacía desde años atrás, estaba pintando flores. En las paredes de su apartamento tenía colgados unos doce cuadros que aspiraba a exhibir en una galería local, como para regresar a sus raíces, cuando sus óleos se destacaban por la intensidad del color y el rescate de lo bello. Heliconias, tulipanes, girasoles, amarantos, orquídeas y hortensias cobraban vida en sus manos de artistas que busca lo hermoso para recrearlo con el pincel. Paz en la tumba de este hombre sencillo que con sus manos pintó cuadros de exquisita belleza, y que durante más de veinte años diseñó las carrozas de los desfiles de la Feria de Manizales.
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