La posición dominante también podría llamarse poder dominante. Emplear tal enunciado puede resultar redundante. La sumisión se encuentra subsumida en la noción de autoridad. Quien la profesa, en cualquier grado o medida, subyuga la voluntad del débil, lo quebranta con acciones u omisiones que difícilmente puede resistir y finalmente rompe su tenacidad llevándolo hacia el desespero. Esta macabra fórmula se ha empleado desde siempre, cuando en los albores de la humanidad el hombre comprendió que puede ser más fuerte que su semejante y descubrió que dicho atributo le podría rendir furtos.
Comúnmente se emplea la expresión posición dominante o abuso de posición dominante para referir a las ventajas obtenidas por una corporación en perjuicio de sus competidores o clientes, vulnerando con ello los principios de oferta y demanda, libertad regulatoria y libertad de precios. En nuestro ordenamiento jurídico la posición dominante se ha definido en el numeral 5 del artículo 45 del decreto 2153 de 1992 como “…la posibilidad de determinar, directa o indirectamente, las condiciones de un mercado”.
La ley, en el sentido mas puro de la palabra, proviene del latín “lex” que se empleó originalmente para referirse a la mezcla o aleación de metales y se convirtió en el verbo latín “ligare” que significa unir u obligar. Es una construcción jurídica que crea los marcos dentro de los cuales puede desenvolverse la vida en sociedad y – por lo general – pretende equiparar las fuerzas entre el débil y el poderoso para que, en un escenario ideal, puedan debatir sus diferencias en condiciones de igualdad. Este sueño romántico palidece ante la realidad. Los gobiernos y las grandes compañías cran talanqueras infranqueables contra quienes resulta imposible oponer resistencia y que imponen “políticas” sastre, elaboradas a su antojo y para su exclusivo beneficio.
Estas breves líneas son el preludio para detallar una situación de abuso de posición dominante. Hace algunas semanas, con ocasión de un viaje académico, adquirí un boleto en una importante empresa aérea. Llegado el día del vuelo una complicación médica me impidió tomar el itinerario que estaba planeado, ante lo cual solicité a la aerolínea la reprogramación del vuelo y la exoneración de penalidad por la ocurrencia de un hecho de fuerza mayor. Mi requerimiento fue resuelto favorablemente y, cuando supuse que la coyuntura estaba decantada en mi favor, fue realmente el inicio de mi calvario. Cada vez que intentaba reprogramar el vuelo el agente de servicio al cliente del call center argumentaba fallas técnicas que impedían gestionar la nueva reserva y mientras tanto debía soportar que los costos de los boletos escalaran sin cesar ante la inminencia de las festividades decembrinas. Soporté este padecimiento durante 7 días seguidos y realicé más de 30 llamadas, al cabo de las cuales fue necesario cancelar por segunda vez una suma superior al costo inicial del tiquete por supuesta “diferencia tarifaria” pese a que había intentado este procedimiento con varios días de anticipación. En otras palabras la aerolínea dilató para mi, y tal vez otros cientos de pasajeros, cualquier modificación en sus trayectos, para obtener un beneficio ilegal con el incremento de tarifas
Al margen de las sanciones civiles y administrativas a que haya lugar y que deberán determinar los órganos de control, resulta claro que la aerolínea infringió ostensiblemente los numerales 2 y 3 del artículo 50 del decreto 2153 que les prohíbe “2. La aplicación de condiciones discriminatorias para operaciones equivalentes, que coloquen a un consumidor o proveedor en situación desventajosa frente a otro consumidor o proveedor de condiciones análogas” y “3. Los que tengan por objeto o tengan como efecto subordinar el suministro de un producto a la aceptación de obligaciones adicionales, que por su naturaleza no constituían el objeto del negocio, sin perjuicio de lo establecido por otras disposiciones”.
Lamentablemente estas prácticas son comunes en las empresas de transporte en temporadas de mayor demanda. Modifican sus programas, elevan sus costes y crean barreras innecesarias a lo usuarios para que no puedan hacer uso de sus derechos como consumidores que han sido protegidos por la Ley 1480 de 2011. Lamentablemente en ocasiones, preferimos guardar silencio ante estos atropellos, porque la estructura del Estado desgasta con extensos trámites y casos sin solución haciéndole suponer que, en estos como en muchos otros, el remedio es peor que la enfermedad.
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