Cuidar el planeta parece una tarea de pocos. Jóvenes románticos o ancianos con apariencia de músico fuera de época, hacen parte de los estereotipos ambientalistas. Unas veces aparecen con camisetas verdes protestando en cumbres internacionales. Otras, encadenados a árboles o gritando arengas cerca de plataformas marítimas de multinacionales petroleras, frente a operarios que los ignoran por completo. También los vemos sembrando árboles en un feliz trabajo comunitario o extendiendo una mano mendicante en búsqueda de recursos. En contraste, los empresarios, muchos de ellos al mando de las compañías responsables de los peores daños ecológicos, se encasillan en una intachable imagen de éxito, con sastres a la medida, en lujosos yates por el mediterráneo, exaltados como benefactores probos que representan la estampa misma de la bondad y sencillez acompañada de muchos millones. Curiosamente, estas historias de triunfo y poder económico nos sorprenden más que aquellas pequeñas catilinarias verdes, pregonadas a viva voz y que desaparecen con el viento. La protección a la naturaleza es y debe ser un compromiso de todos, como responsables del equilibrio que habitamos, y, ante todo, como hijos de un orbe que se encuentra en cuidados intensivos.
Cada día nos sorprenden los titulares sobre la contaminación al aire en ciudades como Medellín, Bogotá o Cali, derrames de crudo en los principales afluentes de departamentos como Arauca o Meta, contaminación acuífera por actividades de minería ilegal, afecciones oculares por presencia de material particulado en el ambiente. Y aunque esta situación es dramática en sí misma, la contaminación por materiales de degradación lenta en las basuras representa uno de los mayores retos que deben enfrentar los gobiernos. Más allá de las escasas campañas de reciclaje y el poco apoyo que se brinda a esta industria, no se han elaborado políticas para superar los 10 años que tarda en degradarse una lata de cerveza, los 30 años que tarda descomponerse el aluminio en una caja de Tetrapak de leche o jugo, los 300 años que tarda en degradarse una bolsa de plástico, o los 1.000 años de una batería.
De todos estos elementos, el mundo se ahoga en plástico. Los océanos están cubiertos de manchas blancas que llevan décadas de indiferente acumulación. Se estima que en las principales capitales del mundo se han consumido en los últimos treinta años 8.300 millones de toneladas de este material, del cual solo se ha reciclado o incinerado el 20%. Es decir, que aún se encuentran 6.640 millones de toneladas depositadas en gigantescas montañas de desechos esperando otros 270 años para degradarse completamente. Y mientras tanto, la producción no se detiene. De hecho, al ritmo actual, en el año 2050 existirán 12.000 millones de toneladas de residuos plásticos en vertederos o en entornos naturales.
Colombia requiere, con urgencia, dar un giro inmediato en torno a la reducción del plástico. Mientras el Congreso aplaza la discusión de las iniciativas que propugnan por una prohibición de artículos de uno solo uso, las fuentes hídricas ven dilatada la inversión al impuesto a las bolsas creado por el artículo 512-15 del Estatuto tributario, demostrando que el objetivo de disminuir su consumo mientras se recaudaban recursos para la protección al hábitat no deja de ser un sueño.
El ordenamiento jurídico colombiano contempla herramientas legales que pueden resultar eficaces para hacer efectiva la restricción de plásticos de un solo uso. En efecto, el derecho a un ambiente sano goza en Colombia de jerarquía constitucional que dispone que “Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano”. No obstante, es en este campo donde falta una verdadera voluntad del ejecutivo para hacer del veto de estos productos una realidad. El impuesto establecido en el año 2017 crea una tarifa de 50 pesos (aproximadamente 1 centavo de dólar) por cada bolsa usada. Entre tanto Irlanda gravó este lujo con un 20% sobre el valor de la compra y Alemania cobra 15 centavos por cada uso. Otros países como Argentina, Australia, México, China, España, Francia y Senegal han sido más radicales en sus programas proteccionistas y han optado por la prohibición total. Ésta parece ser la única solución en nuestro país, que ha adoptado decisiones políticas para favorecer una industria anacrónica, contaminante y suicida. Mientras ello no ocurra, la conciencia colectiva será la única herramienta para reducir, efectivamente, el consumo de plásticos de uno solo uso.
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