No había sido capaz de ver el video que anduvo circulando la semana pasada en redes sociales, donde quedó registrada la impresionante reacción del hijo de María del Pilar Hurtado, otra líder social asesinada en Tierralta (Córdoba) en presencia de sus dos niños. Y no había podido porque la escena, tan cruda, representa la peor cara de este país indolente y jodido hasta la médula, en el que todos los días se mata con una naturalidad alarmante y al que hemos tenido que acostumbrarnos a la fuerza, desde hace años, porque esas cosas pasan lejos y no nos tocan, qué dolor.
Pero lo hice, al fin, porque a pesar de que los desgarrados gritos de dolor del niño —que se retuerce de rabia y da patadas contra el suelo, contra una casa—, revuelven el alma y el estómago, no debería nadie, ninguno de nosotros, ser indolente ante un hecho así. No deberíamos obviarlo, ni mirar para otro lado, como hacemos siempre, porque la tragedia de ese niño, de esos cuatro hijos que quedan huérfanos, es la tragedia de todos, el fracaso de este país herido. Y no deberíamos pasarlo por alto ni pensar en otra cosa, porque si alguien es capaz de matar a otro en presencia de unos niños, es porque esta historia de violencia no tiene vuelta atrás y estamos jodidos. Lo estamos y lo estaremos: pobre país condenado.
María del Pilar Hurtado tenía 34 años. Vivía con su pareja, Manuel del Cristo Berrío, de 52 años, y se dedicaba a labores de reciclaje. La mañana de su asesinato salió temprano de su casa “hacia el aserradero en que había empezado a trabajar en oficios varios”, según el periódico El Heraldo, en compañía de sus dos hijos “porque no tenía con quién dejarlos”. Fue allí cuando la interceptaron dos hombres armados que, sin mediar palabra ni inmutarse por la presencia de los menores, “le dispararon en varias oportunidades”.
Y aunque esta trágica historia se repite a lo largo y ancho de este país, desde que vi el video no he podido quitarme a ese niño de la cabeza, ni pensar cómo será posible que el día de mañana, cuando crezca, pueda salirse de esa espiral de violencia, de ese círculo vicioso que se alimenta día tras día de rabia y de dolor y que nos mantiene dando vueltas sobre lo mismo a pesar de haber alcanzado ese espejismo de la paz imperfecta. No he podido dejar de pensar en que su realidad representa la gran tragedia de este país: la incapacidad de un Estado que jamás ha podido llenar los vacíos en lugares remotos que viven bajo su propia ley de violencia, ni su indiferencia ante millones de compatriotas que van por la vida abandonados a su suerte.
Poder brindarle oportunidades diferentes, lograr que un niño que haya pasado por semejante drama de dolor logre escoger un camino distinto al que parece estar destinado, es la única victoria real que podría llegar a tener este país. Mientras tanto, mientras estas cosas continúen pasando, no podremos tener una segunda oportunidad sobre la faz de la tierra, tal y como lo escribió García Márquez hace ya tantos años.
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