“Ganar es importante, pero no es lo más importante”, dice la atleta estadounidense Aliy Zirkle, quien lleva casi veinte años compitiendo en la Iditarod, la carrera de trineos tirados por perros más importante y compleja de Alaska que no ha podido ganar ni una sola vez pese a haber estado muy cerca. La historia está en uno de los capítulos de una nueva serie documental de Netflix llamada Losers (Perdedores), y cae como anillo al dedo en una sociedad como esta, obsesionada con el éxito y la victoria y en remarcarnos todo el tiempo que debemos ser los mejores.
Losers le da una vuelta de tuerca al tema desde el deporte, donde la competitividad es cada día más feroz. Donde perder está mal visto. Donde solo los que ganan son considerados héroes. Y resulta que no, que la mayoría de veces suele haber más dignidad en la derrota, y que aquellos que de verdad ganan no son los que quedan en primer lugar sino quienes saben encajar el fracaso y seguir intentándolo, una y otra vez, aunque nunca sepan lo que es subirse a un podio.
El problema es que cada vez generamos más resistencia a perder, sobre todo porque está mal visto. Convertimos el éxito en el modelo a seguir, y lo queremos a toda costa, sin esfuerzo: admiramos al vencedor, al mejor en todo, al que aplasta a sus rivales sin misericordia y se mantiene en la cima a toda costa. Pero Losers se empeña en mostrar la otra cara, el “lado B” del éxito: la historia de Jack Ryan, por ejemplo, un basquetbolista que tuvo todas las condiciones para estar en la NBA y decidió ser feliz de una manera insospechada; o la de Michael Bentt, un boxeador que sí “triunfó” pero nunca quiso hacer lo que hizo; o la del Torquay United, un equipo inglés que celebró como si fuera un título el alucinante partido que les evitó descender de categoría.
Resulta maravilloso encontrar historias así y por eso les recomiendo que le saquen el tiempo a esta serie: no tiene pierde. Viéndola recordé por casualidad una historia que alguna vez escribió Orlando Sierra sobre Raymond Polidour, un ciclista francés que no pudo ganar nunca el Tour de Francia: acabó tres veces en el segundo lugar y cinco en el tercero. Y, sin embargo, nunca dejó de intentarlo.
Esto dijo Orlando entonces. Otra maravilla: “Me emociona el esfuerzo de los ciclistas, sus triunfos y derrotas. Poulidor era un pedalista que conmovía. Casi siempre fue segundo o tercero y resulta que por eso llegó a ser un ídolo. Fue un segundo a todo timbal. Palabra. Tengo para mí que Dios lo puso a correr para que fuera ejemplo. Para que comprendiéramos que lo realmente importante en la vida es tener la vocación, que el esfuerzo por ganar ya es de por sí cosa seria. Medírsele al destino y hacerlo con todas las de la ley, sin tomar en cuenta los resultados. Eso es cumplir con la vida como se debe. Ser un Poulidor”.
Y eso, sospecho, es lo que necesitamos: más Poulidores y un poco menos de ese afán por ganar a toda costa.
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