Dentro de los muchos países que es Colombia, sobresalen casi siempre dos: el rural y el urbano. Lo que pasa en el campo suele estar lejos, muy lejos, de aquello que sucede en la ciudad, y viceversa: los que viven en las grandes urbes, incluso en las medianas, pocas veces entienden las dinámicas de esa Colombia que está tan lejos de todo: de eso que llamamos “progreso”, empezando por ahí.
La desconexión que hay entre estas dos “Colombias” es evidente, y la manera como cada una se mueve, tirando para lados diferentes, dice mucho de lo que somos. Acuérdense, por ejemplo, del Plebiscito: no deja de ser curioso que en lugares históricamente asediados por el conflicto, como Bojayá (Chocó), el Sí por la paz -ese doloroso fracaso- haya ganado con un 96%, mientras que en ciudades como Medellín el No arrasara con una contundencia arrolladora, ni nos acordemos.
Todo eso pensaba en estos primeros días del año mientras leía un libro que me gustó muchísimo y que, creo, va por ese mismo camino: el de relatar historias de las víctimas del conflicto para tratar de sopesar, de alguna manera, ese gran abismo que hay entre el país del campo y el de la ciudad. El libro se llama Verde tierra calcinada y lo escribe un reportero juicioso, Juan Miguel Álvarez, que lleva ya años cubriendo esos temas y cosechando, de manera silenciosa, varios premios importantes.
Las crónicas que lo conforman, bellamente editadas por Rey Naranjo y con fotografías de Federico Ríos, están construidas a partir de los muchos viajes a esa Colombia olvidada que ha hecho Álvarez -Chocó, Nariño y Guaviare, entre tantos otros-, y que le han permitido, de primera mano, hablar y tratar de comprender a la gente que más ha sufrido la guerra en este país. Digo que más la ha sufrido porque eso es un hecho irrefutable (aunque todos, de una u otra forma, la hayamos padecido).
De las historias que relata, me llamó particularmente la atención -por lo desgarradora y cruda-, la de Paulina Mahecha, una campesina de Calamar, en Guaviare, que luchó durante años por dignificar el nombre de su hija María Cristina, una enfermera torturada, asesinada y desaparecida por los paramilitares. Historias que en el libro tienen un rostro pero que en últimas se han repetido, una y otra vez, a lo largo y ancho de toda nuestra dolorida geografía; historias que acabaron volviéndose parte de nuestro paisaje y que sobre todo nosotros, los habitantes de la ciudad, terminamos normalizando. Somos también culpables, qué duda cabe.
Como sea, una de las cosas que me quedó dando vueltas en la cabeza de este libro tan recomendable -y que está entre los nominados, además, al premio Biblioteca de Narrativa Colombiana de EAFIT este año-, es una simple reflexión personal: ¿Por qué, al final de todo, pareciera que quienes más están dispuestos a perdonar son aquellos que han sufrido las peores aberraciones de esta guerra interminable? ¿Por qué a ese país urbano parece costarle tanto aceptar lo que ese país rural quiere dejar atrás para no volverlo a vivir?
Son preguntas, creo, a las que valdría la pena echarles cabeza.
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