La semana pasada, Johnnier David Coronado se quitó la vida lanzándose desde lo alto de un edificio en la Universidad Javeriana de Bogotá. Jhonnier, que había entrado con una beca de Ser pilo paga, tenía apenas 19 años y cursaba sexto semestre de ingeniería de sistemas.
La noticia apareció en los principales medios del país casi al tiempo en que la universidad publicaba un comunicado lamentando lo ocurrido. Después fueron apareciendo en algunos portales de Internet fotografías y escritos que el joven compartía en sus redes sociales y que ahora, siendo suspicaces, permitían adivinar que cargaba una tristeza pesada, muy probablemente una depresión compleja. Pero solemos ser expertos en encontrar las señales cuando ya no sirve de nada.
El hecho me impactó particularmente no solo porque en mi familia vivimos una situación similar este año -que ya narré aquí mismo-, sino porque la universidad ha estado siempre cerca de mi corazón: de allí me gradué y a ella regresé luego como profesor. Traté durante varios años con muchachos como Jhonnier, llenos de deseos de aprender y de abrirse un espacio. Con algunos, incluso, conservo todavía una amistad. Pero en ningún momento de entonces, mientras di clase, me imaginé que quizás alguno de ellos, sentado allí frente a mí, estaba viviendo un infierno adentro.
Y es que es difícil para todos ver las señales que nos alertan cuando algo va mal; incluso si lo hacemos, cuando logramos percibir que las cosas no funcionan y que esa persona grita desesperadamente por ayuda, nuestro primer impulso suele ser cerrar los ojos o mirar para otro lado. El autoengaño es una droga dura: a nadie le gusta darse cuenta de que las cosas puedan estar saliéndose de su cauce, aunque eso suceda con tanta frecuencia. Por eso, cuando finalmente pasan estas cosas, abrimos de repente los ojos y lo vemos todo muy claro. Pero ya suele ser tarde.
Lo digo por experiencia propia: una vez se dan estos terribles desenlaces, lo primero que viene es la culpa. Culpa con uno mismo, con su propia ceguera voluntaria, con la manera en que hizo las cosas hasta entonces. “Por qué no lo vi, si estaba tan claro”, se martilla la cabeza una y otra vez. Ahora lo vemos en el caso de Jhonnier por ejemplo, pero quizás las señales estaban ahí: sus posts desesperados en redes, su inmensa soledad interior.
El llamado es, pues, a quitarnos la venda. Tratemos de no engañarnos a nosotros mismos, entendamos que esa ayuda que requiere una persona enferma a veces sobrepasa el amor que podamos tenerle. No basta con darle unas palmaditas en la espalda, ni brindarle ánimo o decirle que todo va a estar bien y que siga adelante. No basta con hacer como si nada sucediera. La ayuda profesional es lo primero que debemos hacer para que salga de esa oscuridad. Y de ahí, poco a poco, confiar en que atravesará el resto. Pero quitarnos la venda puede ayudar a salvar una vida.
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