No recuerdo si descubrí al chef neoyorquino Anthony Bourdain por cuenta de su programa de televisión, o porque hace ya muchos años leí esa maravilla que es Confesiones de un chef. Lo que sí recuerdo es que su prosa y su personalidad me cautivaron desde entonces, como les sucedió a tantas personas en el mundo, de ahí su éxito. Tal vez por eso la noticia de que apareció colgado en el cuarto de un hotel en Francia, el año pasado, no solo me tomó por sorpresa -como a la gran mayoría, supongo-, sino que me reveló una faceta brutal de la depresión, que viviría de cerca meses más tarde: que el suicidio es tan solo el detonante de una larga cadena de hechos que generalmente pasamos por alto, o que no vemos, y que la persona que la sufre carga en silencio como un lastre muy pesado.
No podía imaginar entonces que luego el destino me iba a sorprender con una macabra coincidencia: mi hermano menor -chef, también-, intentaría atentar contra su vida lanzándose por el balcón de su apartamento, un tercer piso. A diferencia de “Tony”, sin embargo, mi hermano no murió; aunque sufrió múltiples heridas, varias de ellas de consideración, logró sobrevivir al salto. Seis meses más tarde aún se recupera físicamente pero su mente sigue hundida en un pozo muy hondo, a pesar de las ayudas sicológicas y siquiátricas, y para nosotros su decisión fue tan solo el inicio de un lento y doloroso descenso a un infierno del que todavía no salimos, al contrario.
En mi caso particular, ese hecho ha abierto en mi vida una cantidad de grietas que no he logrado aún cerrar, ni quizás lo haga. Ha habido culpa, rabia, toneladas de dolor, muchas lágrimas, preguntas sin respuesta y momentos de un sufrimiento tan intenso que quema por dentro. Ha habido muchas horas de charlas con amigos y familiares y especialistas, intentos vanos de ayuda, tristeza y vacío. Pero ha habido, también, apoyo y amor y abrazos y la certeza de que hay gente maravillosa que está ahí para uno a pesar de los golpes que nos dé la vida.
Cuento esto porque estoy convencido de que es muy importante que hablemos del suicidio. Podría llenar esta columna con datos y cifras oficiales que respalden esa afirmación (que, según Medicina Legal, este viene en aumento progresivo desde hace diez años; que Caldas es el departamento con la mayor tasa del país, con 9,7 casos por cada 100.000 habitantes, y un largo etcétera), pero prefiero narrar la historia en primera persona, porque solemos creer que estas cosas lejanas les suceden a los otros, jamás a nosotros, y al final resulta que no, que es mentira: la desgracia de todos, suya y mía, está a la vuelta de la esquina.
No deseo tampoco despertar lástima, pues no hay peor sentimiento que ese: minimiza al otro, lo anula. Mi único objetivo es quitarle al tema ese velo de misterio, de tabú, porque nadie está exento de algo así. Tenemos que hablar del suicidio, de las formas de prevenirlo, de ayudar y de ayudarnos. Tenemos que entender que la vida es dura y frágil y difícil, pero que, al mismo tiempo, no hay nada más bello. Y todo para que no andemos desprevenidos, para que podamos interpretar las señales y para que encontremos, en el fondo de cada uno, las razones que necesitamos para estar aquí. Que son muchas, quizás, pero tenemos que aprender a verlas.
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