Poner a raya a quienes atentan contra la vida, las libertades y los bienes de las personas es lo que ha justificado el poder coercitivo del Estado. Es demasiado poder. Tanto, que Hobbes lo describió como el Leviatán: “ese dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa”. El liberalismo político, luego de reconocer la necesidad del Estado, siempre ha temido que su poder ponga en riesgo precisamente aquellas libertades y derechos que se supone este debe proteger y garantizar. Eso es algo que no inquieta tanto a los partidarios del liberalismo económico quienes se horrorizan más por las medidas de intervención y regulación de los mercados que por las violaciones a los derechos humanos. Por esa razón, el Estado de derecho como estado de control del poder (incluso el poder de una mayoría), es fundamental en el liberalismo político. En el liberalismo económico importa más que el Estado sea mínimo (que no intervenga en el mercado) a que sea un Estado de derecho (que cumpla el deber de garantía y respeto de los derechos y libertades de las personas).
La pandemia ha aumentado significativamente el poder coercitivo del Estado. En Hobbes, la finalidad de ese poder es la seguridad. Hoy, el enunciado es más específico: El objetivo de las restricciones a las libertades es la salud pública. Sin embargo, el gobierno nacional y varios gobiernos locales han actuado más como gendarmes que como garantes de derechos. Aparte de los deleznables episodios de fiestas clandestinas e individuos irresponsables que salen sin tapabocas y no se lavan las manos, millones de personas salen a la calle empujadas por el hambre. Los recursos que ha movilizado el gobierno para garantizar la satisfacción de las necesidades básicas de quienes han perdido el empleo o están en la informalidad son irrisorios. El economista Salomón Kalmanovitz calculó que las ayudas (a comienzos de mayo) apenas llegaban a un 0,67% del PIB. Otros países de similar nivel de desarrollo al nuestro están dispuestos a usar sus reservas internacionales y a tomar prestado de sus bancos centrales con la expectativa de aumentos futuros de la tributación. Precisamente ahí reside la causa de la raquítica y mezquina respuesta del gobierno a la crisis: la renuencia sistemática del Estado colombiano a cobrar impuestos a rentistas, especuladores financieros y terratenientes. Lo cierto es que la pandemia, sólo está sirviendo para corroborar y acentuar lo que ha sido una tradición colombiana: Gobiernos duros con los débiles y débiles con los poderosos. El problema es que muchos, entre quienes tienen las armas del Estado, asumen contar con patente de corso para usarlas en contra de los ciudadanos que se supone deben proteger, sean estos vendedores ambulantes, campesinos o indígenas.
Hace unos días, el gobierno decidió enviar un grupo de militares y policías para desarrollar operaciones de erradicación forzosa de cultivos ilícitos como respuesta frente a los reclamos de la comunidad de Anorí (Antioquia), por el incumplimiento de los programas de sustitución voluntaria de tales cultivos. Estando allí el Ejército, Ariolfo Sánchez, un reconocido campesino de la región, fue asesinado. Los militares querían llevarse el cuerpo de Ariolfo, pero la comunidad logró impedirlo. En este, como en muchos episodios de la vida de los ciudadanos, la presencia de la fuerza pública no es garantía de seguridad sino motivo de preocupación. Un gobierno fuerte con los débiles y genuflexo ante los poderosos no es un Estado de derecho. Para los fuertes, exenciones tributarias y jugosos contratos. Para los débiles, insultos grotescos de funcionarios públicos y, en no pocos casos: bolillo y bala.
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