Colombia es un país pobre. Aunque la incidencia de la pobreza en nuestro país ha disminuido: pasó de casi el cincuenta por ciento de nuestra población en 2002 a poco menos del treinta por ciento en 2018, trece millones de colombianos aún tienen ingresos inferiores al valor de la línea de pobreza. Esa línea divide a la población entre quienes tienen ingresos suficientes para comprar comida y algunas otras cosas más y el resto. Aquellos que no tienen ingresos carecen también, por lo general, de oportunidades para participar activamente en la vida social. Sin embargo, el problema no es solo de falta de ingresos sino de falta de oportunidades para librarse de la muerte prematura, de la enfermedad, de la ignorancia, de la falta de oportunidades para participar en la definición de los asuntos colectivos y para librarse del miedo y la represión. La pobreza no solo corresponde a la falta de algunos activos sino también a la falta de condiciones necesarias para la autoestima. Tener un televisor y un equipo de sonido no libra a la gente de la pobreza. Incluso, tomar decisiones que conducen a la compra de la pantalla o del equipo de sonido es un síntoma de pobreza y no evidencia de lo contrario.
La mala calidad de la mayor parte de la educación ofrecida tanto por instituciones públicas como privadas contribuye a la segregación social. La educación en Colombia no está diseñada para derrumbar barreras de clase, sino para aumentar brechas sociales. Sin embargo, el problema no tiene que ver solo con las fallas de cobertura y sobre todo de calidad de la educación. El problema es el conjunto de profundas desigualdades y fallas en la distribución de activos, ingresos y reconocimiento social. Nuestra sociedad es una sociedad segregada y esa segregación hace difícil la cohesión que requiere una comunidad política vigorosa. La amistad cívica que una sociedad con historia, es decir, una nación, requiere para su viabilidad y prosperidad, está horadada por profundas brechas sociales.
El problema es que mientras las desigualdades sociales y económicas se traduzcan en desigualdades de poder político, el camino de las reformas parecerá siempre bloqueado. La corrupción es una poderosa correa de transmisión entre desigualdad socioeconómica y desigualdad política. Esa corrupción se expresa no solo en el financiamiento de las campañas políticas y la asignación de contratos y empleos en entidades oficiales, sino también en decisiones de la vida cotidiana en las que lo público es asumido no como un patrimonio colectivo sino como una “tierra de nadie”. La palabra corrupción proviene de la expresión latina “corruptus” que significa dañar o destruir. La corrupción, en efecto, erosiona los vínculos sociales y destruye la confianza al interior de la ciudadanía y entre esta y las instituciones. La situación es desalentadora porque esa correa de transmisión entre la desigualdad económica y la desigualdad en la distribución del poder político es la que, obviamente, hace inviable las reformas que se requieren para romper ese círculo vicioso.
La mayor parte de las alternativas políticas que se presentan a los electores están insertas en ese círculo vicioso. Las elecciones en nuestro país suelen estar al servicio de la corrupción y la desigualdad. Ese círculo vicioso se nutre de la pobreza y las privaciones materiales y sobre todo, de la falta de autoestima galvanizada por una educación de mala calidad.
El hambre -decía Amartya Sen- “caracteriza a personas que no tienen suficiente alimento para comer y no a una situación en la que no hay suficiente alimento disponible”. En otras palabras, el problema de la pobreza es, realmente, un problema de desigualdad. Vivimos en un mundo en el que la opulencia de algunos es asumida como una restricción técnica, no política, para el acceso de la gente común a condiciones básicas de bienestar. La pobreza, entendida no solo como falta de ingreso sino como privación de capacidades, es resultado conjunto de la desigualdad y la corrupción y no simplemente, una consecuencia de la escasez. Aunque se detuvo, la disminución de la pobreza por ingresos es una buena noticia. No obstante, esa reducción no es sostenible en un contexto de desigualdad y corrupción que difícilmente cambiará con las elecciones.
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