Con motivo del reciente día mundial de la lucha contra el cáncer, retomo el mensaje de agradecimiento que le envié en su momento al doctor Santiago Escandón, de Colsánitas, quien hace siete años me operó y me dejó cero kilómetros.
Doctor Escandón, saludos mil.
Gracias a usted y a su equipo por echarme bisturí en la clínica Marly bogotana y despachar el cáncer que me iba pierna arriba.
Quedé con una cremallera en el muslo izquierdo que me delataría en caso de que me dictara patear los códigos. Por la cicatriz me reconocerían los sabuesos de Interpol, o cualquier policía de un sol, el que alumbra para todos. La cremallera la asumo como una condecoración ganada en combate.
Años después de la operación no me duele una muela. Hasta para enfermarme he sido de buenas. He tenido tan buena salud que tendré que morirme de aliviado. "Y el día esté lejano", claro.
En usted, en ustedes los médicos, y demás profesionales con los que trabaja, se cumple a cabalidad el mandato del Dalai Lama: comparte lo que sabes, es una forma de alcanzar la inmortalidad.
Me tienen disfrutando de familiares y amigos, mirando atardeceres, amaneceres, puedo abrir y cerrar una ventana, veo aterrizar aviones, crecer las plantas, puedo leer, escribir, que es lo que me ha permitido levantar para los garbanzos.
Cuando oí la palabra cáncer después de los exámenes que me hicieron me atortolé "como lengua mortal decir no pudo". Máxime cuando una enfermera que tuvo acceso a los exámenes me saludó con esta perla: “Ahora solo le queda rezar”.
Hasta testamento les hice a mi señora y a mis dos hijos. Claro que la descripción de mis bienes cabe en media servilleta, pero bueno. No es mucho lo que tengo para dejarles, salvo unas ganas bárbaras de vivir. Y acaso esta triple divisa de Niemeyer, el arquitecto brasileño, paisano de una de mis nietas: Trabajar, ser correctos, tener amigos.
Sentí la angustia, el desconcierto, el estupor, el culillo -uno de los nombres del miedo- de quienes padecen los rigores del cáncer avanzado. Me veía cargando gladiolos. Alcancé a prometer que si tenía una segunda oportunidad sobre este acabadero de ropa que es la vida sería un mejor cliente.
Hasta volví a creer en Dios, porque soy ateo de días pares. Ya aliviado, he vuelto a ser el mismo petardo de siempre, escéptico en sus ratos de ocio. Vaca ladrona... Menos mal Dios se muere de la risa con los “ateos” de dos pesos como yo. Trabaja para todos. "Perdonar es su oficio", dijo algún filósofo alemán.
Prometí darme más al prójimo en esta segunda oportunidad pero esta asignatura la tengo pendiente. Espero no desocupar el amarradero sin hacerlo.
El cáncer me permitió entender mi fragilidad, me notificó que con un escueto soplo puedo abandonar la pasarela, y que más vale que siga confiando en ustedes. Como que no soy inmortal…
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