Como diría Don UPO, ese muchacho Eduardo Escobar, hijo de Germán en Elisa, se dirigía radiante al apartamento de su hermana en Medellín cuando lo interceptó un horroroso pitbull sin bozal que lo atacó averiándole el coxis y el pulgar.
Un poeta sin el dedo “para el menester de marcar el silencio o espacio entre dos palabras” es medio poeta.
El pitbull y dos langarutos más del conjunto residencial que se sumaron a la emboscada lo mandaron a la clínica. Ocurrió hace varias semanas. Las conferencias que había preparado con cargo a la caja mejor de EAFIT, Comfama y el periódico Universo Centro quedaron desperdigadas por el suelo.
Escobar nunca pudo leer sus textos, o sea que perdió honorarios, algo parviado con cumbre de Escobares donde su hermana, y rumbas que le tenían listas los “pascualesgavirias” de Universo.
El nadaista envigadeño, delgado como un haikú, en pleno sabático coronavírico ha tenido que reaprender el matusalénico oficio de andar valiéndose de un caminador.
Le fue mejor cuando ladrones honrados asaltaron su idílico refugio campestre en San Francisco, Cundinamarca, y se alzaron hasta con su novela inconclusa. Después de leer el primer párrafo le devolvieron la ficción.
El pitbull de marras tiene un prontuario de agresiones tal que hasta en Cafarnaún habrían aplicado el Artículo 127, del capítulo cuarto, de la Ley 1801 de 2016 que deja en el propietario del bruto la responsabilidad por los daños que “ocasione a las personas, a los bienes….” etcétera.
El bicho ya atacó a dos jardineros. De un respetable personaje de estos dijo Napoleón en su cuarentena sin coronavirus de Santa Helena: “Me faltó hablar más con el jardinero”.
El pitbull la emprendió también contra una pacífica empleada del servicio y persiguió a un – todavía- romántico recién casado que le llevaba flores a “su dulce enemiga”. ¡Sí, a su mujer, no a la inexistente competencia!
Lo peor de su odisea lo narró Eduardito, como le dicen sus fans, en su columna de El Tiempo. El “hipotético propietario” del mastín prácticamente le echó el ganso a él.
Al justificar el comportamiento de su mascota, el NN dueño alegó que seguramente “¡lo miraste a los ojos!”, “o lo asustaste con el manoteo”. El poeta le quedó debiendo.
En el caso de este conjunto no solo hay que temerle al perro bravo y a las chandas que le hacen la segunda, sino al dueño del pitbull que se derrite por su cuadrúpedo. No le importa que ande estropeando coxis y dedos espaciadores.
Sería del carajo saber cómo habría narrado Don Upo esta historia de baranda. Sugiero que en este forzoso sabático lean las crónicas del célebre cronista judicial de El Colombiano que Pacho Velásquez arrejuntó en una delicia de libro titulado: “Ya te maté, bien mío, ahora, qué será mi vida sin ti”.
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