El domingo pasado, a eso de las 7 de la noche, al llegar a uno de los “pare-siga” que abundan en todas las carreteras del país, observé a unos activistas uniformados de un candidato a la alcaldía de una importante ciudad intermedia del país. Estaban aprovechando la parada forzada de los carros para repartir propaganda. Inmediatamente también vi al candidato, un joven con energía desbordante que se aproximaba carro por carro repitiendo el ritual: ofrecía su mano para saludar, se presentaba por su nombre y oficio, entregaba un plegable, informaba de sus principales logros recientes, sus propósitos y su posición en el campo de batalla ¡era de los “buenos"! Al despedirse, pasaba al carro de atrás y repetía lo dicho, y así hasta el final de la fila, en una retahíla tan larga como el número de carros esperando la anhelada señal de “siga”. Su presentación obedecía a un formato extendido a lo largo y ancho del país, un libreto que buscaba ser fresco, pero que ya no lo es.
Sin duda, hay que admirar del candidato su tesón y energía para estar un lunes de puente a las 7 de la noche haciendo campaña en una oscura y desabrida carretera, ya sudoroso y cansado y de seguro con ganas de irse para su casa. También hay que destacar la fe en él de sus compañeros de excursión. Creo que este candidato en particular puede tener buenos propósitos, aunque para mi gusto es demasiado joven y lo invade cierto mesianismo y una buena dosis de egolatría. Pero lo que sí refleja este encuentro nocturno, aunque sutilmente, es la transacción mercantil que significa hoy el logro de votos en las elecciones: un encuentro impersonal y lejano entre candidato y posibles votantes, en el cual el aspirante a un cargo público procura lucir sus mejores credenciales como vendedor, y el futuro votante es simplemente un cliente, porque lo que sí tenemos que tener por sentado es que aquél que gane las elecciones mermará drásticamente su simpatía y accesibilidad y aumentará dramáticamente su distancia e impenetrabilidad, adquiriendo posiblemente un aire imperial.
El encuentro que relato es la versión más benigna de este nuevo mercantilismo y va de la mano de la exposición de frondosas hojas de vida con muchos títulos académicos, caras sonrientes con diseño de sonrisa o por lo menos retoque de imagen - photoshop. La versión más turbia del mercantilismo electoral está representada por candidatos forajidos y sociópatas - antes llamados psicópatas, que hacen de su ‘empresa’ electoral una copia del modelo mafioso de control social. Compran votos con dinero y baratijas, roban dineros públicos para sus campañas, extorsionan a funcionarios públicos, y sus campañas llevan sacos repletos de billetes para repartir como lo hacía Rodríguez Gacha en la década de 1980.
Por el lado de los votantes la situación no es la mejor. Hay una desinformación total de los asuntos públicos, de lo que se decide en unas elecciones, de los candidatos. Pero lo de verdad calamitoso es la transferencia de responsabilidades que hace el ciudadano: el votante, ungido de una superioridad moral descarga en los políticos, en los funcionarios públicos y en esa cosa abstracta y difusa que llama Estado, toda la responsabilidad de lo que sucede en su entorno y en la sociedad en general. Es ese mismo votante maniqueo, que se sitúa siempre del lado del ‘bien’, quien con ignorancia supina y egoísmo hace una generosa contribución a los problemas más dramáticos de nuestro tiempo, como por ejemplo a la pavorosa situación ambiental, al consumismo desaforado y la violencia.
Por mucho tiempo se ha dicho que la política es el deporte nacional, en referencia al gusto, tiempo y energía que se le dedican a este tema, pues es el preferido de la gran mayoría de tertulias y paliques. Pero qué mal practicamos este deporte, pues básicamente producimos como resultado una relación mezquina y contaminante entre engañadores y engañados a complacencia.
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