Todos los días se habla de los problemas del bajo precio del café, de la sobreproducción mundial, la especulación de los inversionistas, la “Swissplotation” (término acuñado para referirse a la explotación mundial de los productores por parte de las multinacionales suizas), del engaño al agricultor por parte de los sellos de sostenibilidad, la baja competitividad de nuestra agricultura de ladera intensiva en mano de obra, de las variedades que sembramos que no nos permiten posicionarnos alto en la escala de valor; ante esto todos nos preguntamos: cuáles pueden ser las soluciones a 40 años de crisis cafetera.
Estamos sobrediagnosticados, pero como toda enfermedad, hay que hacer planes de tratamiento y ejecutarlos juiciosamente si queremos que el enfermo se alivie. He insistido innumerables veces en esta columna, que Colombia, tiene un potencial de producir un café de alta calidad si reevaluamos prácticas en las que hemos incurrido que nos han quitado diferenciación y valor. Para empezar, dicen que no somos competitivos porque producimos a un costo mucho más alto que Brasil, Indonesia o Vietnam; y claro, es cierto, pero es que se nos olvida que tenemos el potencial de producir algo muy diferente; lo que pasa es que mezclamos el café bueno con el malo desde el origen y también en el destino, y así, se ha ido diluyendo la preferencia por el Café de Colombia. Es tan malo el café de la mayoría de países, que así y todo sigue siendo mejor el nuestro.
Tenemos una oferta ambiental incomparable, luminosidad, lluvias, suelos y altitud, que produjo el mejor café del mundo por muchos años. Acabamos con algo fundamental en la calidad, el sombrío, el mandato institucional de los años 70, depredó millones de árboles que abrigaban y enriquecían con su sombra, su biomasa y su materia orgánica el suelo cafetero. Cambiamos la producción natural y en equilibrio que tuvimos por dos siglos, por una debacle técnica, donde tenemos que comprar caro todo lo que el café necesita, a las mismas multinacionales que después nos lo compran barato, y lo que es peor, nos certifican la presencia de químicos que ellos mismos nos venden al abusivo precio que les plazca sin que nadie los controle.
Sacrificamos nuestra identidad y ahora los mercados, las tierras y la calidad están pasando su factura. Queremos competir por el mismo mercado de commodity, que otros países producen más barato y más eficiente. La consecuencia lógica es que hoy están amenazados 500 municipios del país que dependen ciento por ciento del cultivo del grano, 550.000 familias y dos millones de empleos indirectos que dependen del café.
¿Qué podríamos tener nosotros que no pueden tener los demás? Solo hay una cosa: Calidad. Recuperarla implica un cambio en la forma de pensar y reinventarnos nuestro negocio; esto no es de volúmenes de café tratando de producir lo más barato posible, es producir lo mejor para venderlo lo más alto posible. Las ecuaciones de pérdidas y ganancias no se equilibran solo bajando costos, la que mejor lo hace, es vendiendo caro, y de eso señores, no sabemos los colombianos. Ha sido grata sorpresa para Caldas los cafés especiales que se han presentado en el último concurso de Caldas Calidad, el jurado internacional ratificó que tenemos con qué llegar a mercados de alto valor, pero esto es algo que hay que apoyar para que el esfuerzo colectivo de los mejores no quede revuelto con los cafés malos para volverlo todo regular.
Si en el mediano y largo plazo no le trabajamos a una reforma estructural de nuestra caficultura y su institucionalidad no le auguro un futuro halagador a la única actividad viable en estas lomas andinas.
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