Morirse por esta época es lamentable, no se distingue entre estar dormido y haberse ido, la incomodidad abruma sin horario, los menesteres de la casa se dan a destiempo y la confusión salta como una víbora entre el cansancio de los párpados sombríos. Los ritmos circadianos afectados por la adivinación de la luz que se cuela por la hendija de una puerta mantienen la mente traspapelada y un estado de ánimo prisionero de las ausencias que se van prolongando más y más.
Mientras el consumo de pantallas configura el sentido de permanencia, uno sabe que se está muriendo por la ausencia de todo aquello, la pérdida de ganas de quedarse en línea para ver si alguien piadosamente decide comentar una entrada o al menos darle me gusta a una fotografía. Sabes que te mueres cuando evades la responsabilidad que exige el cuerpo y pierdes el interés de mantener contacto con los que llamarías en otro tiempo, amigos.
Esto sucede cuando extrañas mucho y vives menos, cuando inundado de introspección se te sale de las manos mantener el ánimo. Cuando te enteras que el índice de suicidios aumenta y que parecen ser héroes aquellos que dan un salto de fuga para romper la cuarentena. Estás en agonía cuando no hay pretextos para levantarse o para seguir tapándose la boca al toser. Cuando el deplorable insomnio gana la batalla y se destiñe la fuerza de la mente.
Morirse es dejar morir primero el celular, sin interés por escuchar o hablar, es no sentir conmoción cuando te enteras de la desgracia ajena porque asumes como fatalidad mayor tu situación actual, la de una soledad que se vela en alejadas funerarias donde nadie puede ir, por temor al contagio, por temor a estar con otros, por temor a que el muerto sea uno mismo.
Entonces uno descubre que va muriendo calculando los engaños para no salir de casa, corroborando que mientras los días van pasando no se ha hecho nada en absoluto, solo respirar y todas aquellas cosas elementales que constituyen el mantenimiento de una máquina a la que por dentro se le acaba el combustible. Y en el darnos cuenta que efectivamente estamos muriendo, los intentos por ponernos esos coloridos tapabocas que ocultan los semblantes decaídos de los desahuciados - los que nos hacen ver de una tribu exterminadora- nos humedecen con geles y alcohol desde los pies hasta la cabeza con el sentido de no acercarnos a nada vivo, solo contacto con lo inerte, solo inmediatez y brevedad, nada de hacer larga una diligencia.
Buscar que todo pase hace más agónica la espera, y en ello, el cuerpo se va poniendo de luto, el negro de la noche lo invade todo con la preocupación constante de ser uno de aquellos que engordan las estadísticas de fatalidad. A propósito de eso, ya llevamos 376 mil fallecidos y se tiene previsto que la mitad de la población en este país se va a contagiar, son muchos muertos es cierto, pero menos que la amenaza de la rabia o el ébola, al fin de cuentas; muertos hay en todas partes y las funerarias siguen aumentando capacidad para sus clientes, aunque ya no tengan que hacer aromática en tanta cantidad.
Morirse en esta época es un pecado casi mortal, casi que toca morir y enterrarse a sí mismo, sin dolientes para no complicar la situación y recibiendo las condolencias vía web o desde el más frío de los rincones del sentimentalismo. Es un descanso sin regreso para no tener que andar con tanto cuidado, al fin de cuentas no podemos darnos el lujo de recibir visita alguna.
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