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Un juez del municipio de San Rafael y otro del municipio de La Ceja, ambos en el departamento de Antioquia, decidieron ponerle talanqueras a la publicación del libro Dejad que los niños vengan a mí, del periodista Juan Pablo Barrientos, en el que se denuncian casos de pederastia en los que 18 sacerdotes de la Iglesia Católica son protagonistas. En Rionegro también hay una tutela en curso.
El primero de los jueces sacó del sombrero una medida cautelar para prohibir su distribución y venta hasta que él revise el libro en detalle, mientras que el segundo le dio cuatro horas al periodista para que le entregue información sobre una de sus fuentes, so pena de ser castigado con arresto en caso de no acatar la orden. Ambos pronunciamientos judiciales son burdos intentos de censura, prohibida expresamente por la Constitución Nacional, Artículo 20.
El libro de Barrientos es producto de una profunda investigación acerca de las conductas de numerosos sacerdotes que, pese a haber sido denunciados con pruebas por sus víctimas, permanecen sin castigo en esa institución religiosa, en muchos casos protegidos por superiores que solo pretenden ocultar una verdad que ha hecho temblar a la Iglesia en otros países, donde hasta obispos han recibido algún tipo de sanción. Pese a que el papa Francisco ha avanzado en las determinaciones para ponerle freno a la complacencia con estos delitos, en Colombia parece que algunos jerarcas no están interesados en que se conozca la verdad de lo ocurrido.
Con razón, desde la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) se critica las decisiones de los jueces, que sin el menor síntoma de sonrojo actúan como censores en un país en el que las libertades democráticas tienen respaldo en el orden constitucional. El acoso judicial del que viene siendo víctima el periodista Barrientos tiene que ser rechazado con toda energía, y por el contrario resulta fundamental que su obra pueda ser conocida por el mayor número de personas, de tal forma que quienes han tenido conductas criminales contra los niños, sin importar qué investidura tengan, sean denunciados, investigados y castigados con arreglo a las leyes existentes en Colombia para juzgar esos delitos. Además, no se puede impedir que circule libremente una información que es de interés público.
Si los sacerdotes mencionados en el texto se creen inocentes y consideran que sus nombres y su honra están siendo mancillados tienen caminos legales para ello, como demandas por calumnia e injuria, que impliquen procesos en los que tendrían que probar que realmente es mentira lo que se les acusa. No obstante, de ninguna manera algún miembro del aparato judicial puede evitar que un autor pueda publicar un libro de manera libre, más cuando hay evidencias de la seriedad profesional con que el tema fue investigado, porque el interés general por estos temas tiene que estar por encima del interés particular de alguien que solo quiere defender un asunto individual en el que habría pruebas suficientes para señalarlo.

La misma Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su Artículo 13, así lo considera. Además se está olvidando que los periodistas tienen el derecho inviolable del silencio profesional, que les permite proteger a sus fuentes de información. Pretender darle un golpe a ese principio básico de la democracia es querer subvertir un orden que, por el contrario, debería ser defendido a capa y espada por el aparato de justicia.