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Los niños de la nada
El 7 de junio fue el fatídico atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial, de 39 años, del partido Centro Democrático, quien además es esposo y padre de un menor de tan solo 5 años. No podemos desconocer el sentir que han recalcado la mayoría de medios de comunicación: la profunda polarización que agobia al país, el revivir heridas que parecía habían cicatrizado del horror y la cruda ola de violencia de las décadas de los 80 y los 90, la sentida necesidad de moderar el discurso presidencial y el hecho de que las ideologías políticas no pueden estar por encima de la vida, consagrado además como derecho fundamental en nuestra Constitución promulgada en 1991.
Pero quiero centrar la atención en un denominador común en este hilo de sucesos violentos y desafortunados por demás: menores de edad presos de hechos violentos.
En 1990, Diana Turbay, periodista y madre de Miguel, fue secuestrada por el grupo Los Extraditables, comandado por Pablo Escobar, en medio del desafío del capo del Cartel de Medellín al Gobierno colombiano. Ella murió en 1991, tras recibir un impacto de arma de fuego en medio de un supuesto intento de rescate. Para aquel entonces el senador Miguel tenía apenas 5 años de edad.
En el atentado ocurrido el 7 de junio al final de la tarde, el presunto sicario no supera los 15 años de edad: huérfano de madre, de papá ausente, al cuidado de una tía materna, definido con una personalidad completamente conflictiva, sin capacidad de establecer vínculos intersociales e inmerso en un desarraigo familiar tal, que al parecer fue presa fácil para los criminales que lo instrumentalizaron en el vil ataque.
Si nos remontamos 41 años atrás -más precisamente al 30 de abril de 1984- al vil asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia de Belisario Betancur, uno de los sicarios: Byron Velásquez, alias Quesito, tenía 18 años recién cumplidos. Jorge Lara, quien tenía 7 años para la época, hijo de la víctima, soltó sus carros de juguete para acudir al llamado de la puerta de su casa en Bogotá y ver a su padre bañado en sangre y tendido en la parte trasera de su carro.
Y ahora Alejandro Uribe Tarazona, hijo de Miguel Uribe Turbay, quizás entre juegos infantiles y la inocencia propia de sus 5 años de edad, no sabrá si volverá a ver a su padre con vida.
El círculo sigue repitiéndose una y otra vez, y el común denominador (niños de la nada), sin importar su condición socioeconómica, parecen encontrar un desenlace desafortunado en el que claramente se hacen partícipes de una guerra que no les pertenece. Es inevitable que salgan los cuestionamientos respecto a patrones que se repiten y mucho qué repensarnos como sociedad.
Juan Felipe Orjuela A.