Fragmentos que resisten: gentrificación del alma y del suelo
Todo empezó con la lectura de Fragmentos de mi tierra, de Aldemar Patiño Giraldo. Su presentación del libro -intensa, pausada, entrañable- me hizo pensar en la gentrificación no solo como cuestión urbana; que no basta con resistir al concreto, si no de preservar también lo invisible: costumbres, ritmos, afectos, memorias.
“Gentrificación”, de gentry, clase media-alta, y del latin -fication, acción, define el fenómeno de barrios donde estas clases se mudaban desplazando a los residentes originales. Esto implica revalorización del suelo, incremento del costo de vida y alteración del tejido social. Hoy incluye el turismo masivo, la llegada de nómadas digitales y políticas centradas en el negocio más que en la cohesión comunitaria.
El libro habla de Marulanda -pueblo de ovejas, de alturas andinas, de lana hilada-. Allí el tiempo se ralentiza, las raíces persisten, no han sido arrasadas junto con los árboles ni cubiertas por concreto. Sobreviven costumbres, anécdotas, formas de vida que pueden mantener vínculos familiares y sociales.
Desde este marco, propongo ampliar la noción de gentrificación a la gentrificación del espíritu que implica reemplazo silencioso de narrativas y tradiciones por homogeneidad sin alma ni pertenencia.
Manizales, muestra signos. El centro histórico apenas se visita. Las actividades religiosas y gubernamentales se diluyen, y sus habitantes migran a barrios apartados. Las casas se convierten en comercios y las calles en desorden dedicadas al rebusque. Villamaría, el pueblo vecino, de huerta pasó a dormitorio.
Tal vez se resista a la gentrificación del alma no con planes estratégicos ni reglamentos. Tal vez sea en la conversación entre generaciones que alguien escuche sin apuro. El olor a queso que se niega a convertirse en copia de tienda foránea. El gesto de quien decide quedarse, no por falta de opciones, sino por afecto. Un mural con nombres evocadores, la fiesta patronal, la lentitud de quien prepara arepas al amanecer. La quebrada no canalizada que aún cuenta historias.
No se trata de proteger el pasado como objeto de museo sino de habitarlo sin solemnidad, latiendo mientras el presente se transforma. No es impedir el cambio, sino impedir que el cambio borre sin recuerdo. Hay que desacelerar. No por nostalgia, sino para que la memoria tenga tiempo de cruzar la calle sin ser atropellada por la prisa.
Y mientras, muchos salen a pueblear: buscan en los pueblos cercanos eso que la ciudad ya no les da -un gesto lento, una historia viva, un afecto sin tarifa-, aunque cada vez lo que encuentran se parece a lo que intentan dejar: el pueblo ya no es el pueblo, es una ciudad cualquiera.
Luis Fernando Gutiérrez Cardona

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