La estupidez de los demás
Hace poco leí en La Patria una columna sobre la estupidez. En principio, celebré que su autor, defensor del progresismo (todos los “ismos” son signos inequívocos de miradas ideológicas que ameritan la sospecha), tuviera la humildad de iniciar su escrito admitiendo que la idiotez es “nuestra compañera de viaje por la vida y, en especial, por la política”. ¡Viva la bendita autocrítica!, me dije.
Mi entusiasmo inicial se fue apagando a medida que vi cómo la estupidez dejaba de ser su compañera, para dejársela a otros. Suavizó este tránsito mediante recursos como que “entre nosotros la estupidez es una posibilidad real”, y finalizó afirmando que “no es que seamos estúpidos”, sino que hacemos cosas estúpidas. La cosa desprendía ya hedor ideológico, pero consciente de mi real idiotez, preferí autocensurarme.
Cuando el mismo autor volvió sobre el mismo tema, mis sospechas se confirmaron: los estúpidos son realmente otros. Entre sus autores de referencia citó a Einstein (pero el de las redes sociales), a quien le atribuyó haber dicho que estaba más seguro de la infinitud de la estupidez humana que de la del Universo. Quedó pendiente una aclaración: ¿cómo es posible que haya humanos libres de la estupidez, que hablan sólo de la ajena, si ella es infinita?
Jorge O. López V.
Iglesias de Manizales
Señor director:
El amigo Pedro Felipe sufrió un “lapsus mentis” en la columna del 3 de septiembre: a la Inmaculada, la del parque de Caldas, la gente la llamaba ahora tiempos “la parroquial”, para distinguirla de la catedral.
El columnista confundió los verbos abrogar y arrogarse. Ha debido utilizar el segundo. Es un error muy común.
Lector