Joachim Fest en su extensa biografía sobre Adolfo Hitler, escribe que éste “acentuaba de forma excesiva las distancias”. En tan breves palabras se esconde el mundo íntimo del gran político que sabe cuándo debe esconderse, cuándo le es útil un alejamiento, qué importante es replegarse mientras las circunstancias se aclaran, o qué tanto significa un vacío que desata vehementes llamados para que se apersone del acontecer. Hay dirigentes a quienes se les solicita que determinen preguntas y respuestas, que fijen conductas y señalen el destino de las comunidades. Se escucha, entonces, la voz que concita, el mando que señala itinerarios, la convocatoria que determina derroteros.
Surge el líder. Tiene frente ancha, cresta brava, ojos de búho, tórax rompeolas. Hitler, por ejemplo, según Goebbels era “…como un gato, astuto, inteligente y hábil; como un león, gigantesco y rugiente”. Era inconfundible su ladeado mechón sobre la frente, el rostro templado, la voz seca para las exigencias, la engreída fiereza para atisbar a sus congéneres como unas minucias despreciables. No le faltaba un impermeable, un látigo de piel de hipopótamo, un microbigote de pelo áspero. No se dejaba manosear, ni tutear, no permitía los acercamientos confianzudos. Desde su niñez fue solitario, amurallado en aislamientos meditativos, tropezando contra un medio hostil. Sus vocablos tenían el rigor de los chasquidos. Finalmente fue un comediante.
En los prolegómenos de su vida pública, utilizaba el “retiro semidivino”. Se encapsulaba en sí mismo, se encarcelaba en dormitorios para crear una sensación de vacío. Entonces los seguidores nerviosos indagaban por la razón de sus ausencias. Sorpresivamente aparecía y con un discurso dramático calmaba la zozobra de los suyos. Tuvo amores con su sobrina Geli Raubal y posiblemente un hijo también. Cuando ésta se suicidó, el Fuhrer ingresó a un fortín de silencios. Traumatizado por la tragedia se le escondió al mundo por semanas. Su fanática clientela casi no lo desentierra. En 1930 sufrió una derrota electoral. Su “todo o nada” no tuvo el respaldo que esperaba. Ese infortunio despedazó su ánimo. ¿Qué hizo? Desapareció. En otra muenda comicial, el canciller Franz von Papen andúvole buscando para organizar una alianza. Fue inútil. Se atalayó en una incógnita guarida.
El cascarrabias de Laureano Gómez era un artista para jugar al escondido. Todo lo suyo era sensacional. Verbo torrencial, venenoso en la diatriba, foete implacable para sus adversarios, sol en un zodíaco de pequeñas constelaciones. Cerca de Bogotá, tenía su refugio campestre. Allí aplacaba sus neuras, sedaba su ánimo exaltado y organizaba las sacudidas de su rabiosa oratoria. Salía nuevo del voluntario ostracismo, crecido su ánimo guerrero y con un estornudo ponía a temblar el país. Era un estratega para los silencios.
También Gilberto Alzate Avendaño. Era poeta, creador de repúblicas aéreas, sentimental y dionisíaco. Había comprado en San José del Palmar (Chocó) un latifundio que solo producía maleza. Como buen inversionista, pensaba construir allí una fábrica de batutas. Cuando la política era zarandeada por terremotos y los mares rugían, Gilberto enmaletaba sus libros favoritos que, entre rastrojos y alimañas, devoraba con hambre. Cuando todos preguntaban por Alzate, alegre y socarrón, de súbito emergía de sus lares campesinos.
Saber ocultarse a tiempo, echar reversa cuando es debido, replegarse, callarse, entregar transitoriamente el comando, son gestos que usados cuando las circunstancias lo ameritan, demuestran talento, estrategia y olfato. Esa es la inteligencia que tienen los que comandan las guerras. No siempre por la línea recta se llega más rápido a la meta. Existen las travesías, los acomodos tácticos, las malicias bélicas. Maquiavelo y Sun Tzu así lo demostraron.
Y guardar distancias. No mezclar peones con generales, zopencos con líderes. Quien manda tiene resabios recónditos, un Yo insular que lo protege contra vastas mixturas. Sin darse tonos zalameros, exige espacio para sus vergüenzas. Con una excepción. Lo dijo De Gaulle: “Ningún hombre es un héroe para su criado”. Es intransitable esa zona privada, entre cortinas impenetrables a donde solo llega el secretario privado, que hacer limpiar las bacinillas, odorizar el baño y hacer remudas de ropas íntimas. Solo José Palacios sabía de los desarreglos estomacales del Libertador y el único que escuchaba el estampido de sus flatulencias.
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