En esta oportunidad, debo empezar la reflexión que nos ocupa confesándoles que no soy muy bueno en la cocina. Para que se lleven una idea de mis destrezas culinarias, les cuento que cierta noche, cuando llegué de la universidad y mi madre ya dormía, debí hacer a un lado mis deseos de cenar, porque no fui capaz de abrir la olla pitadora.
Lo que me llamaba poderosamente la atención desde hacía muchos años es por qué sí soy capaz de preparar una torta de huevo sensacional. La mejor noticia en el desayuno dominical es que el papá está preparando torta de huevo. Sin vanidades ni exageraciones: me queda deliciosa. ¿Cómo se explica que una persona que no es capaz de hacer una aguadepanela, que se queda sin comer porque no es capaz de abrir una olla, prepare la mejor torta de huevo? Este interrogante estuvo presente en mis ratos de juiciosas meditaciones sobre el acontecer de mi vida. Y hablo en pasado porque hace poco encontré la respuesta. Y entre otras cosas: no sé qué me produce más satisfacción, si el hecho de hacer la mejor torta de huevo o la respuesta a este histórico interrogante. Por eso comparto esta historia de mi vida con ustedes.
¿Saben dónde encontré la respuesta? En la escuela. En la década de los setenta la comunidad de los Hermanos Maristas dirigía la Escuela de Cristo en el Alta Suiza, donde hoy es el Colegio de Cristo. Dicha escuelita era una institución educativa de caridad dedicada a atender a la población pobre de aquellos sectores que para la época eran marginales. Allí cursaba yo mis estudios de básica primaria con profesores del sector oficial, pero regentados por la comunidad de los Hermanos Maristas. Entre ellos había un hermano muy especial: el hermanito Daniel.
Los hermanos de esta comunidad a quienes estaba delegada la escuela, diariamente llegaban en un microbús hacia las seis y media de la mañana, y el hermano Daniel se fijó en mí con aprecio y consideración, seguramente porque era un niño aplicado y juicioso, pero creo que más que nada porque era muy pobre y necesitado. Cierto día me dijo: “Mañana voy a traer algo muy especial, el primero que esté en la puerta será el beneficiario”. Ese día salí de casa muy temprano y a las seis de la mañana ya estaba en la puerta de la escuela. Cuando llegó el microbús con los hermanos, descendió el hermano Daniel, introdujo su mano en el profundo bolsillo de su sotana negra y extrajo de allí un pequeño paquete de bolsa plástica que con sigilo y reserva me entregó. Yo sentí algo caliente, suave, de olor exquisito. Con gran afán me fui a un rincón del patio y saboreé una torta de huevo espectacular: su textura, su sabor y su olor jamás han sido ajenos a mi vida. De aquel día en adelante el hermanito Daniel siempre me llevaba un pedazo de torta de huevo de su desayuno y yo lo esperaba ansiosamente.
No hay duda de que aquella torta de huevo solo se compara con la que yo hoy preparo. El hermano Daniel nunca me enseñó a preparar esa delicia, jamás me dijo siquiera cuáles eran sus ingredientes, pero aprendí a esperarla, aprendí a saborearla, aprendí a agradecerla y, como si todo esto fuera poco, aprendí a prepararla. Los aprendizajes que se adquieren con el cuerpo, con la mente y con el corazón son lecciones para toda la vida. No importa que jamás se hayan enseñado. Eso lo logra un gran maestro. Mis oraciones por el hermano Daniel, quien ya disfruta de la presencia de Dios. Mi reconocimiento y gratitud a la Congregación de los Hermanos Maristas. Y mi invitación a todos los profes para que no enseñemos tanto y seamos provocadores de más aprendizajes.
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